Todos estamos a la expectativa de Cien años de soledad, la serie de 16 capítulos basada por supuesto en la novela de Gabriel García Márquez, que Netflix estrenará el 11 de diciembre.
Para nadie es un secreto que lo de García
Márquez con el cine es un amour fou:
una maldición celestial que ha imposibilitado que cualquiera de sus textos haya
sido dignamente llevado a la pantalla grande.
García Márquez fue
durante toda su vida un enamorado del cine. Y no sólo un espectador fascinado y
pasivo, sino que un activo participante del negocio, como escritor e
impulsor.
En sus inicios, quiso
escribir guiones y por ello, mientras era corresponsal en Roma del diario
colombiano El Espectador, se
inscribió en el famoso Centro Experimental de Cinematografía, lugar de
donde salió decepcionado a los pocos meses porque dicha escuela no le daba
importancia a lo más crucial del séptimo arte: la narración.
Su primer trabajo
como tal en la industria del cine lo tuvo al radicarse en México en 1961.
Empeñado en ser guionista, trabajó en publicidad y tuvo su oportunidad cuando
el productor de Luis Buñuel, Manuel Barbachano, le ofreció escribir el filme El gallo de oro, adaptado de un
cuento de Juan Rulfo. Pese a que la cinta fue un fracaso, García Márquez salió
bien parado de su trabajo como guionista.
Al poco tiempo,
vendió los derechos para adaptar su cuento En este pueblo no hay ladrones, donde se produjo la feliz
coincidencia de que en pequeñas apariciones estuvieron Luis Buñuel, Juan Rulfo
y Carlos Monsiváis, aparte de él mismo. Como cameo, no fue su única aparición,
estuvo en Juego peligroso, de
Luis Alcoriza y Arturo Ripstein; Patsy
mi amor, de Manuel Michel, y El
año de la peste, de Felipe Cazals.
En estos primeros
años, el mejor acercamiento del escritor al cine fue Tiempo de morir (1966), la ópera prima de Ripstein, y que, en
género de western, tuvo a García Márquez como guionista.
En el mundo cinematográfico, las novelas
sólo admiten dos categorías: las filmables y las imposibles, clasificación tan
relativa que tiene más excepciones de las que pueden preverse y que siempre
varía acorde con quien la hace.
¿Cuál es el secreto para llevar a la pantalla una novela con un mínimo de
dignidad? No existe una fórmula precisa, pero muchos dan gran importancia a la
capacidad del guionista de traducir las imágenes literarias a imágenes
cinematográficas, que no son la misma cosa y necesitan distintos códigos y, por
ende, distintas semiologías.
La fiesta del chivo, por
ejemplo, se consideró una novela filmable y Luis Llosa hizo una película
empantanada (en diálogos). La
insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, desde su lanzamiento se
consideró imposible y, sin embargo, Phillip Kaufman salió exitoso de la prueba.
Pero no existe una buena película de los muchos textos de García Márquez. ¿Por
qué? El realismo mágico que fluye de su prosa no acepta (fáciles) traducciones
a imágenes.
En todos los casos, los guionistas y
directores han olvidado una regla de oro: cuando se trabaja con una novela hay
que dejar fuera de libreto todo lo que no sea cinematográfico y sólo incluir
aquello que tiene algún sentido, que tenga alguna significación en la pantalla,
que no vaya en contradicción con lo específico cinematográfico.
Por supuesto, esta libertad de adaptación está supeditada a lo que es esencial
en la novela y bajo ningún concepto es aceptable ni recortar pasajes
fundamentales, de gran significación dramática, ni viciar cualidades físicas o
mentales de los personajes en procura de hacer su adaptación fílmica más
verosímil.
Vuelvo a García Márquez. Nadie duda de la excelencia de la prosa del Premio Nobel
de Literatura. Pero, para decirlo con sus palabras, el lector suda hielo con sus escritos y
ningún director de cine ha conseguido siquiera que entremos en calor con sus
aventuras en el mundo garciamarquiano.
Pongamos por ejemplo la serie de los Amores difíciles (1988): Cartas del parque (Tomás
Gutiérrez-Alea, mi querido Titón), Un
señor muy viejo con unas alas enormes (Fernando Birri), Fábula de la bella palomera (Ruy
Guerra), Milagro en Roma (Lisandro
Duque), El verano de la señora
Forbes (Jaime Humberto Hermosillo) y Yo soy el que tú buscas (Jaime Chávarri). Ninguna se salva
de la hoguera.
Debo admitir mis simpatías por algunos logros en Eréndira (1983) que dirigió Ruy Guerra. Pero todavía
recuerdo el amargo sabor que me dejó Crónica de una muerte anunciada (1987), de Francesco Rosi.
El mexicano Arturo Ripstein llevó a la pantalla grande El coronel no tiene quien le escriba (1999).
Mejor me reservo el comentario.
Más recientemente, han sido adaptadas El
amor en los tiempos del cólera (2008), de Mike Newell, y Memoria de mis putas tristes (2011),
de Henning Carlsen. Muchos lectores decepcionados han pedido sus cabezas.
Vamos a los maestros: John Howard Lawson en su Teoría y Técnica de la Dramaturgia establece varias
diferencias entre la técnica del novelista y del guionista que siempre hay que
tener en cuenta:
1) El filme debe mostrar una acción visible.
La novela es más discursiva: puede detenerse, describir, reflexionar.
Puede describir un paisaje inmóvil, un personaje que no ejecuta ninguna acción.
Esta es la diferencia básica entre la narración escrita y la visual.
2) El conflicto cinematográfico no puede concretarse en divagaciones genéricas que expresen la posición del autor hacia la
vida y la sociedad.
3) El filme debe personalizar el
conflicto. Los hechos que se producen en pantalla deben individualizarse con
personas que observan la acción o participan en ella; y
4) El conflicto cinematográfico provoca una tensión
visual que no es necesaria en la novela. También el novelista expresa un
conflicto, pero se limita a estudiar las consecuencias, a esclarecer el
significado desde el punto de vista individual y social.
Volvemos a Netflix y
su esperado estreno. El tráiler promocional hace hincapié en los escenarios
construidos de Macondo. Los directores Laura Mora y Alex García López son
talentosos. El diseño de producción es de Eugenio Caballero, ganador del Oscar
por El laberinto del fauno. Lo
que me preocupa es el guion y cómo exploraron el hermoso caos de ese libro
extraordinario que es Cien años de
soledad.
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