(Por supuesto que el título se lo tomé
prestado a Buñuel, bajo cuyo influjo he caído como preludio de mi opción para
estas Vacaciones de Pascua, el japonés Kenji Mizoguchi. Debo agradecer la cinéfila
solidaridad de Alberto Ramos.)
Cuando se
habla de cine japonés, de inmediato, surgen los nombres de sus tres grandes
Maestros: Akira Kurosawa, Yasujiro Ozu y Kenji Mizoguchi. Vamos a poner las
cosas en perspectiva: Mizoguchi debutó cinco años antes que Ozu y 20 años antes
que Kurosawa. Cuando este ganó en Venecia con Rashomón (1951), a los 40
años, el comentario de Mizoguchi (12 años mayor) no pudo ser más irónico: “Hay
que tener 50 años para hacer una Obra Maestra.”
Todos
somos, de alguna manera, el resultado de nuestros traumas: Mizoguchi era hijo
de un carpintero y creció en la más absoluta pobreza. Presenció la venta de su
hermana para convertirla en geisha. Eventualmente, tras la muerte de su madre,
se fue a vivir con ella.
Esa
experiencia lo marcó de forma tan determinante que hizo del universo femenino
su propuesta dramática y apostó por desentrañar los misterios del alma del ser
más enigmático del planeta. Hay que hurgar
mucho en los archivos del arte para encontrar un artista con una diferencia tan
grande entre su obra y su persona: Mizoguchi era un mujeriego desvergonzado que
frecuentaba los prostíbulos de Tokio y no precisamente buscando inspiración
para sus personajes. De hecho, fue acuchillado en 1925 por una amante a la que había
abandonado, evento que le dejó la espalda llena de heridas y convaleciente por
seis meses. Años después, contagió a su mujer de sífilis y, cuando ella ingresó
al hospital, se enamoró perdidamente de su cuñada. Se pueden ahorrar los
epítetos…
Antes de
la Segunda Guerra Mundial, el cine de Mizoguchi era “Jidaigeki” (histórico)
pero, a partir del cambio radical que supuso para Japón perder la guerra, se
centró en desarrollar en la pantalla su pasión por el universo femenino.
El
estilo de Mizoguchi es único: es capaz de contarnos historias manteniéndonos
lejos de los personajes, sin utilizar primeros planos y haciendo uso, a veces
durante toda la película, de los plano-secuencias (su famosa teoría “una
escena, un plano”), al tiempo que consigue obviar los ejes narrativos.
Cuando
se trata de un director tan prolífico (85 filmes) hay que hacer de tripas
corazón y jugar un poco a la fortuna. Iniciamos con Historia del último crisantemo
(1939). Estamos en 1808, en el mundo del teatro kabuki. Para Kikunosuke
convertirse en digno sucesor de la estirpe Kikugoro, debe obviar el halago
superficial y poner atención a la crítica constructiva. Tiene un encanto
natural, una magia que atrae a la gente y lo sabe, pero le falta estudio y
disciplina para llegar a ser como su padre. Sabe que debe renunciar a su
desenfrenado estilo de vida que no le permite enfocarse en mejorar su oficio.
La
premisa dramática está servida para presentar a Otoku, la mujer que ama con
abnegación (es decir, sin pedir nada a cambio) al hijo de su amo. Debe desafiar
todos los convencionalismos sociales para hacer su amor realidad y, en el
cierre de su círculo trágico de esta historia de renuncia y redención, debe
empujarlo a que la abandone para que le sea restituido su estatus.
Con Utamaro
y sus 5 mujeres (1947), Mizoguchi y su guionista habitual, Yoshikata
Yoda, se embarcan en la tarea de recrear la vida de Kitagawa Utamaro,
extraordinario pintor de grabados “ukiyo-e”, o pinturas del mundo flotante,
porque se hacían sobre la piel de las cortesanas.
En un mundo
donde la infidelidad es regla, todo apunta a la tragedia. Y, efectivamente, se
mata por celos como un acto de primigenia sinceridad y para que todo acaba como
una auténtica historia de amor, fatalidad de fatalidades.
Cuando
un Maestro como Martin Scorsese tiene un filme entre sus 10 esenciales, hay que
ponerle un asterisco, anotar el título y cazarlo. Es lo que sucede con Cuentos
de la luna pálida (1953), por el que Mizoguchi obtuvo el León de Oro en
Venecia.
Tobei es
un artesano de una aldea del siglo XVI con sueños de ser samuráis. Esa vida de
aldea donde no pasa nada le parece un techo asfixiante. Lo logra, pero extravía
su alma en el camino, tanto que prefiere volver a la calidez del hogar, donde
su sumisa mujer lo abraza y le brinda el mejor sake del mundo. Ella no quiere
saber nada y le perdona, no importa lo que haya pasado. Con tenerlo soñador
bajo su manta le basta y sobra. Arrepentido, Tobei lanza sus aprestos de guerra
al mar y renuncia a lo que le envenena el alma: la ambición.
Miyoharu
es una geisha que entrena a la aprendiz Eiko. De ellas depende que los gerentes
de una casa automotriz sigan adelante con el contrato de sus suplidores. En Los
músicos de Gion (1953), se revela el infame mundo de la explotación de
las doncellas vendidas por sus familias y entrenadas para servir los apetitos
de los señores de las altas clases, sin que importen las leyes, ni los
sentimientos de las explotadas. Mizoguchi presenta un ambiente machista y
despersonalizador, un círculo vicioso en que la obediencia de las niñas se
compra con su peso en oro. Una cadena de explotación que se remonta a los
siglos de los siglos.
El intendente Sansho (1954) le valió a Mizoguchi su segundo León de Oro en Venecia. En
realidad, el filme no se centra en Sansho, sino en Zushio y su hermana Anju,
quienes son separados de su madre y vendidos como esclavos al Sansho del
título.
La
historia épica de Zushio, quien asciende de esclavo hasta convertirse en
Alcalde de Mutsunaka e intenta, con dos ordenanzas abolir la esclavitud. Digno
ideario heredado de su padre, conjuntamente con un Buda en miniatura: “Todos
los seres humanos son iguales y no se les puede privar de la libertad”. Ambientada
en las postrimerías de la era Yang, el director la presenta como “una historia
que pertenece al folklore japonés”.
Con La
mujer crucificada (1954), vuelve al mundo de las geishas: el joven
doctor Matobe es un cliente de Hatsuko. Ella ha violado la primera regla de su
oficio: no enamorarse de su cliente. Mientras, él se enamora de su hija Yukiko.
Con semejante ménage á trois, el
drama está servido. Yukiko ha sufrido un gran desengaño amoroso y ha intentado
suicidarse.
El
templo de la carne se nos revela como cárcel implacable para las doncellas que
han hipotecado su destino al placer de los poderosos, pero también como nido
para los convalecientes de los males del corazón. Entre tanto desenfreno, entre
tanto licor y caricias compradas con oro, es posible encontrar un último ápice
de solidaridad, de amor maternal, de ligera esperanza en una vida de familia.
La calle de la vergüenza (1956). Empresarios, comisarios, diputados son
habituales en el burdel pero, como Estado, quieren aprobar una ley que prohíba
la prostitución. En lo que el hacha va y viene ha aprobado un
decreto-cenicienta para restringir las operaciones de estos negocios hasta las
11:00 pm. Una doble moral que persiste hasta nuestros días: le pidieron incluso
brindar atenciones al ejército americano de ocupación, pero esas mujeres son el
último (y más débil) eslabón de la cadena. Todos tienen razones muy personales
para ejercer su oficio, el dinero es común denominador, pero también el
desprecio: a Michiko, por ejemplo, viene a buscarla su padre ante “la más que
probable boda de su hermana”, porque no conviene a la familia su estilo de
vida.
En fin,
Kenji Mizoguchi es un cineasta esencial para entender la situación histórica de
la mujer japonesa. El frenético ritmo al que trabajaba en los últimos años de
su carrera, se debió a un terrible secreto que ninguno de sus colaboradores
conocía: padecía leucemia. La campanada final llegó el 24 de agosto de 1956:
“¿Quiere usted que habla de mi arte? Es imposible. Un director de cine no tiene
nada que decir que merezca ser dicho.”