Tal vez
ésta sea la época más exigente de la historia para los guionistas. Comparemos
nuestro público actual, saturado de historias, con el de siglos anteriores.
¿Cuántas veces al año iban los victorianos educados al teatro? En una época de
familias numerosas, sin lavadoras, ¿de cuánto tiempo disponían para la ficción?
Durante una semana normal, nuestros tatarabuelos quizá leyeran o vieran cinco o
seis horas de narración –la misma cantidad que muchos de nosotros consumimos
hoy diariamente–. Para cuando un espectador moderno esté expuesto a nuestra
obra habrá absorbido decenas de miles de horas de televisión, de cine, de prosa
y de teatro. ¿Qué se puede crear que no haya visto antes? ¿Dónde podemos
encontrar una historia verdaderamente original? ¿Cómo ganaremos la guerra
contra los clichés?
Los clichés
son la base de la insatisfacción del público, y como una plaga se difunden a
través de la ignorancia, y llegan a afectar, como en la actualidad, a todos los
medios narrativos. Con demasiada frecuencia cerramos novelas o salimos de un
cine aburridos por un final obvio desde el principio, desanimados porque ya
antes habíamos visto esas escenas y personajes cargados de clichés. El motivo
de esta epidemia mundial es sencillo y claro: El guionista no conoce el mundo
en el que se desarrolla su historia.
Este tipo
de escritores selecciona una ambientación y redacta un guion suponiendo que
tiene un conocimiento de su mundo ficticio del que realmente carece. Cuando
estos escritores se estrujan el cerebro buscando material no encuentran nada, y
entonces, ¿a qué recurren? A películas cinematográficas y televisivas, a
novelas y obras de teatro con ambientaciones similares. Toman las obras de
otros autores y se apropian de escenas que ya hemos visto antes, hacen
paráfrasis de diálogos que ya hemos oído antes, disfrazan a personajes que ya
hemos conocido antes y todo ello lo presentan como una nueva creación.
Recalientan los restos literarios y nos sirven platos llenos de aburrimiento
porque, independientemente de su talento, carecen de una comprensión profunda
de su mundo y de todo lo que él contiene. Para alcanzar la originalidad y la
excelencia resulta fundamental conocer desde dentro el mundo en el que se
desarrolla nuestra historia.
Las HISTORIAS deben cumplir sus propias normas
de probabilidad. Por consiguiente, los acontecimientos que elija el guionista
estarán limitados por las posibilidades y probabilidades marcadas por el mundo
que diseñe.
Cada mundo
ficticio crea una cosmología única y establece sus propias «normas» respecto al
cómo y al porqué de lo que ocurre en su interior. No importa cuán realista o
extraña sea su ambientación porque una vez se han establecido sus principios
causales no se pueden cambiar. Las historias no se materializan de la nada,
sino que surgen de los materiales que ya existen en la historia y de las
experiencias de los seres humanos. Desde la primera imagen percibida, el
público inspecciona nuestro universo ficticio, distinguiendo lo posible de lo
imposible, lo probable de lo improbable. Conscientemente o no, los espectadores
quieren conocer nuestras «leyes», descubrir el cómo y el porqué de las cosas
que ocurren en nuestro mundo particular. Somos nosotros quienes establecemos
esas posibilidades y limitaciones a través de nuestra elección personal de
ambiente y nuestra manera de trabajar dentro de él. Hemos inventado esas
fronteras y nos vemos forzados a cumplir con un contrato. Porque una vez que el
público entienda las leyes de nuestra realidad, se sentirá engañado si no las
cumplimos y rechazará nuestro trabajo por considerar que carece de lógica y
convicción.
El mundo de
una historia debe ser lo suficientemente pequeño como para que la mente de un
artista sea capaz de rodear el universo ficticio que crea y llegar a conocerlo
con la misma profundidad y detalle con que Dios conoce el que Él creó. Como
solía decir mi madre: «No ocurre nada que Dios no sepa». En el mundo de un
guionista no debería moverse una mosca sin que él lo supiera. Para cuando se
termina el último borrador, el escritor debe poseer un conocimiento absoluto de
su ambientación con tal profundidad y detalle que nadie pueda plantear ninguna
pregunta sobre ese mundo (desde los hábitos alimenticios de los personajes
hasta el clima que hace en septiembre) que él no pueda responder al instante.
Un
«conocimiento absoluto» no significa poseer una mayor conciencia de cada una de
las grietas de la existencia. Significa tener un conocimiento acerca de todo
aquello que sea pertinente. Tal vez parezca un ideal imposible, pero los
mejores guionistas lo consiguen cada día.
No es que
los buenos artistas piensen deliberada y conscientemente acerca de cada uno de
los aspectos de la vida de sus historias, sino que a un cierto nivel sus
historias lo absorben todo. Los grandes escritores conocen. Por consiguiente, trabajan dentro de lo que resulta
conocible. Los mundos vastos y populosos exigen un esfuerzo mental tan
importante que el conocimiento por fuerza suele ser superficial. Los mundos
limitados, restringidos en tamaño y complejidad, ofrecen la posibilidad de
alcanzar un conocimiento profundo y amplio. La ironía de la ambientación frente
a la narración es la siguiente: cuanto mayor sea el mundo, más diluido estará
el conocimiento que tenga el autor, por lo que contará con menos opciones
creativas entre las que elegir, lo que impondrá un mayor uso de clichés en sus
guiones. Cuanto menor sea el mundo, más completo será el conocimiento del autor
y más opciones creativas tendrá a su disposición. Resultado: una historia completamente
original y una victoria en nuestra guerra contra los clichés.
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