lunes, marzo 28, 2016

Robert Bresson: la esencia de las formas.

(Me apertreché de los artículos básicos para las Vacaciones de Pascua: los documentales “Bresson: without a trace” (1965, François Weyergans), “The Road To Bresson” (1984, Leo de Boer y Jurriën Rood) y “The Essence of Forms” (2010, Pierre-Henri Gibert), el libro “Notas del Cinematógrafo” y la colección Robert Bresson, gracias a la cinéfila complicidad de Alberto Ramos y Teddy Ureña. El encuentro con Bresson, acaso el más incomprendido de los cineastas imprescindibles, era ineludible.  -José D’Laura.)

Para sus devotos, Robert Bresson es el modelo a seguir: total negación a hacer concesiones comerciales. Su único compromiso es hacer “cinematógrafo”. En Francia, se le considera el “Autor consumado”: ese que concibe su filme desde el principio (y con principios) hasta el final, sin permitir entrometimientos tóxicos de absolutamente nadie.
Unas 13 películas en 40 años, desde Les Anges du Péché (1943) hasta L’Argent (1983), con las que nunca conquistó al gran público (tampoco le importó) y, en algunos casos, llevó a la bancarrota a sus productores.

Bresson elaboró su tesis y dividió las películas en dos clases: las que emplean los recursos del teatro (actores, puesta en escena, etc.) y se valen de la cámara para REPRODUCIR a las que llama “cine” (categoría en la que entran todos los bodrios embrutecedores de Hollywood); y las que emplean los medios del “cinematógrafo” (así le llama) y se valen de la cámara para CREAR. “Cinematógrafo” serían los filmes de Carl Dreyer, Jean Epstein, Andrei Tarkovski, Yasujiro Ozu, Ingmar Bergman, Luis Buñuel; sus herederos actuales: Michael Haneke, Terrence Malick, Lars von Trier; y unos pocos que han hecho aportes maravillosos en el desarrollo de la gramática del cine. 
Vamos a leer con atención dos de sus aforismos: “El Cinematógrafo es una escritura con imágenes en movimiento y con sonidos” y “El Cinematógrafo es una nueva forma de escribir, por tanto de sentir”. Estos describen de la mejor manera esa perfección expresiva que siempre buscó Bresson, ejerciendo su ascetismo cinematográfico, es decir, ese maravilloso arte de decir más mostrando menos convirtiendo, de paso, al espectador en un ente activo ante lo que ve y escucha, a fin de que pueda sentir la propuesta fílmica. 
Fundamentado en esto, su cine es el triunfo de la forma sobre el contenido: imágenes que ejercen una fascinación hipnótica cuando son aceptadas sin reticencias, como fieles discípulos. Entonces, la magia de la gratificación emerge por sí sola como en un acto litúrgico.
En ese contexto, para Bresson era importante los pilares que distinguen al “cinematógrafo” del “cine”. Entre los principales están: los modelos (que conocemos como “actores”), el sonido y el montaje.
Sobre el elenco, es claro: “Nada de actores. (Nada de dirección de actores). Nada de papeles (Nada de estudios de papeles). Nada de puesta en escena. Sino el empleo de modelos tomados de la vida. SER (modelos), en lugar de PARECER (actores). Bresson prefería los intérpretes no profesionales, desconocidos que encarnaran los personajes desde el automatismo, la ausencia de sicología, sin entonaciones, ni expresión dramática.  
Su uso del sonido es excepcional: “El ojo es (en general) superficial; el oído, profundo e inventivo. El silbido de la locomotora nos suprime la visión de toda una estación.” Y, con su uso de la voz del narrador, logra una tensión impresionante.
Del montaje escribió: “Montar una película es enlazar a las personas unas con otras, y con los objetos, a través de las miradas.”
No me cabe duda de esta afirmación: Robert Bresson sigue siendo el más incomprendido de los cineastas imprescindibles. Probablemente por su característica austeridad y control total de lo que sale en pantalla.
Las damas del bois de Bologne (1945) es una adaptación de una parte de Jacques el fatalista de Diderot, con diálogos del ilustre Jean Cocteau, que fue criticada porque no se parecía a nada de lo que se estaba haciendo. Bresson desconcertó a todos, público y cineastas, porque no filmaba de la manera en que lo hacían los demás.
Diario de un cura rural (1950), basado en la novela de George Bernanos, es la historia de un joven sacerdote, atrapado en la cotidianidad de una parroquia de campo, sin mayores metas que escribir su diario en el que, meticulosamente, registra los pocos incidentes de importancia, la hostilidad que recibe de los paisanos pocos dispuestos a cambiar, de la profunda crisis de su fe, de los demonios que le atormentan, sólo conjurables con la aceptación de la Gracia.
Este cura es constantemente azotado por el fantasma “si hubiera hecho” cada vez que una niña malvada y una institutriz (la única persona que va a misa) le acosan de la forma más descarada. La tensión sexual es tal que corta el aire. Y Bresson hace uso de la voz en off como formidable recurso de vaso comunicante entre las diferentes historias.
En Un condenado a muerte se ha escapado (1956), Bresson se manifiesta honesto: “Esta historia es verdadera. La cuento tal como es, sin adornos”. Es una adaptación del relato de André Devigny del mismo título y pone de manifiesto el ascetismo de Bresson en más de una cosa: excepto la primera y la última escena (y una que marca el punto de no retorno del personaje), todo sucede en la prisión, fundamentalmente en la pequeña celda del condenado. Y marca su propuesta con la repetición de las mismas escenas y los mismos sonidos para ir creando su atmósfera dramática a sabiendas de que, desde el título del filme, sabemos del final, pero ignoramos el cómo se hará posible. Su fundamento filosófico es la cita de Juan 3:8 (las palabras a Nicodemo): “El viento sopla de donde quiere (segundo título del filme), y oyes su sonido: más ni sabes de dónde viene, ni a dónde va: así es todo aquel que es nacido del espíritu.”
Con este filme, Bresson logró el premio al Mejor Director en el Festival de Cannes, el premio de la Organización Católica Internacional de Cine (OCIC) y el Premio a la Mejor Película por parte de la crítica francesa.
Bresson fue un genio honesto. Al inicio de Pickpocket (1959), acaso como advertencia para los incautos, dejaba saber: “Esta no es una película de estilo policíaco. El autor trata de expresar a través de imágenes y sonidos, la pesadilla de un joven empujado por su debilidad, en una aventura de robo para la cual no estaba hecho. Pero esta aventura por caminos extraños, reunirá a dos almas, que sin ella quizás nunca se hubieran conocido.”
Pickpocket es, ante todo, un manuel práctico de cómo usar el plano de detalle (y perfecta coreografía de la cámara) para poner al espectador al tanto de las habilidades de nuestro timador protagonista para despojar de carteras y relojes a quienes encuentra a su paso…y de las esposas que lo ponen tras las rejas.
En 1966, el Festival de Cine de Venecia estrenó Al azar de Baltasar. En el festival más antiguo del mundo, obtuvo el premio de la OCIC y el premio New Cinema. Fue tal el impacto que causó que, un director de la talla de Jean-Luc Godard dijo: “Cualquiera que vea este filme quedará absolutamente deslumbrado”.
Bresson aborda el insólito atrevimiento de hacer un filme con un animal de protagonista. Baltasar es un burro y la historia del filme se nos cuenta a través de sus ojos. Baltasar tiene varios dueños y sufre maltratos, pero registra la vida de todos, incluyendo la de Marie y Jacques y su original historia de amor, principio y final del filme.
Con esta película, Bresson logró pulir su ascetismo cinematográfico y experimentar con la banda sonora desde los créditos iniciales: escuchamos el tema de presentación y rebuznos mezclados a partes iguales.
Con El diablo, probablemente (1977) ofrece su visión más pesimista del mundo: la juventud más bella de París navega a la deriva, sin metas claras, sin expectativas de futuro. Como el planeta Tierra, claman por atención, pero nadie escucha. En efecto, este filme es un contundente llamado ambientalista. Y filosófico también: “Las civilizaciones se acaban cuando todo se idiotiza aceleradamente.”
Es el retrato coral de un estado de ánimo: una juventud que se rebela contra la obligación a dejar de querer más, a reemplazar los verdaderos deseos por unos falsos, basados en estadísticas, exámenes, fórmulas y clasificaciones estúpidas, inventadas como anillo al dedo para las grandes corporaciones.
Para Bresson nunca hay límites para sus propuestas: inicia el filme con un plano fijo de la portada de un diario: la noticia es el suicidio (¿o asesinato?) del personaje protagonista del filme. Una vez más: lo importante no es lo que se cuenta sino el modo, la manera de contar.
En 1983, el Festival de Cannes estrenó la que sería la última película de Bresson, L’Argent, basada en un cuento de Tolstói. El filme pudo hacerlo gracias a la subvención del Ministerio de Cultura, aunque muchos hablan de “favor” del ministro Jack Lang a cambio de que su hija apareciera en el filme.
L’Argent tiene un tono mucho más pesimista, con el dinero (ese Dios de nuestros días) como generador de todos los grandes males del mundo: traición, codicia, falsedad, injusticia y, en definitiva, bancarrota moral.
Con el filme, daba una formidable lección del “sistema bressoniano” que le hizo merecedor del Grand Prix du Cinema, compartido con el ruso Andréi Tarkovski, otro de los imprescindibles y también uno de sus más fervientes defensores.
En la lista negra de los productores, venerado por los estudiantes de Cine, Bresson permaneció sus últimos años recluido en su casa, de la que sólo salía para ir a misa en la catedral de Notre Dame.

Terminó convirtiéndose en su propia obra: lejos de casi todos y al alcance de muy pocos.


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