(Me
apertreché de los artículos básicos para las Vacaciones de Pascua: los
documentales “Bresson: without a trace” (1965, François Weyergans), “The Road
To Bresson” (1984, Leo de Boer y Jurriën Rood) y “The Essence of Forms” (2010,
Pierre-Henri Gibert), el libro “Notas del Cinematógrafo” y la colección Robert
Bresson, gracias a la cinéfila complicidad de Alberto Ramos y Teddy Ureña. El
encuentro con Bresson, acaso el más incomprendido de los cineastas imprescindibles,
era ineludible. -José D’Laura.)
Para sus
devotos, Robert Bresson es el modelo a seguir: total negación a hacer
concesiones comerciales. Su único compromiso es hacer “cinematógrafo”. En
Francia, se le considera el “Autor consumado”: ese que concibe su filme desde
el principio (y con principios) hasta el final, sin permitir entrometimientos
tóxicos de absolutamente nadie.
Unas 13
películas en 40 años, desde Les Anges du Péché (1943) hasta L’Argent
(1983), con las que nunca conquistó al gran público (tampoco le importó) y, en
algunos casos, llevó a la bancarrota a sus productores.
Bresson
elaboró su tesis y dividió las películas en dos clases: las que emplean los
recursos del teatro (actores, puesta en escena, etc.) y se valen de la cámara
para REPRODUCIR a las que llama “cine” (categoría en la que entran todos los
bodrios embrutecedores de Hollywood); y las que emplean los medios del
“cinematógrafo” (así le llama) y se valen de la cámara para CREAR.
“Cinematógrafo” serían los filmes de Carl Dreyer, Jean Epstein, Andrei Tarkovski, Yasujiro Ozu, Ingmar Bergman, Luis Buñuel; sus herederos actuales: Michael
Haneke, Terrence Malick, Lars von Trier; y unos pocos que han hecho aportes
maravillosos en el desarrollo de la gramática del cine.
Vamos a
leer con atención dos de sus aforismos: “El Cinematógrafo es una escritura con
imágenes en movimiento y con sonidos” y “El Cinematógrafo es una nueva forma de
escribir, por tanto de sentir”. Estos describen de la mejor manera esa
perfección expresiva que siempre buscó Bresson, ejerciendo su ascetismo
cinematográfico, es decir, ese maravilloso arte de decir más mostrando menos
convirtiendo, de paso, al espectador en un ente activo ante lo que ve y
escucha, a fin de que pueda sentir la propuesta fílmica.
Fundamentado
en esto, su cine es el triunfo de la forma sobre el contenido: imágenes que
ejercen una fascinación hipnótica cuando son aceptadas sin reticencias, como
fieles discípulos. Entonces, la magia de la gratificación emerge por sí sola
como en un acto litúrgico.
En ese
contexto, para Bresson era importante los pilares que distinguen al
“cinematógrafo” del “cine”. Entre los principales están: los modelos (que
conocemos como “actores”), el sonido y el montaje.
Sobre el
elenco, es claro: “Nada de actores. (Nada de dirección de actores). Nada de
papeles (Nada de estudios de papeles). Nada de puesta en escena. Sino el empleo
de modelos tomados de la vida. SER (modelos), en lugar de PARECER (actores).
Bresson prefería los intérpretes no profesionales, desconocidos que encarnaran
los personajes desde el automatismo, la ausencia de sicología, sin
entonaciones, ni expresión dramática.
Su uso
del sonido es excepcional: “El ojo es (en general) superficial; el oído,
profundo e inventivo. El silbido de la locomotora nos suprime la visión de toda
una estación.” Y, con su uso de la voz del narrador, logra una tensión
impresionante.
Del
montaje escribió: “Montar una película es enlazar a las personas unas con otras,
y con los objetos, a través de las miradas.”
No me
cabe duda de esta afirmación: Robert Bresson sigue siendo el más incomprendido
de los cineastas imprescindibles. Probablemente por su característica
austeridad y control total de lo que sale en pantalla.
Las damas del bois de Bologne (1945) es una adaptación de una parte de Jacques
el fatalista de Diderot, con diálogos del ilustre Jean Cocteau, que fue
criticada porque no se parecía a nada de lo que se estaba haciendo. Bresson
desconcertó a todos, público y cineastas, porque no filmaba de la manera en que
lo hacían los demás.
Diario de un cura rural (1950), basado en la novela de George Bernanos, es la historia de un
joven sacerdote, atrapado en la cotidianidad de una parroquia de campo, sin
mayores metas que escribir su diario en el que, meticulosamente, registra los
pocos incidentes de importancia, la hostilidad que recibe de los paisanos pocos
dispuestos a cambiar, de la profunda crisis de su fe, de los demonios que le
atormentan, sólo conjurables con la aceptación de la Gracia.
Este
cura es constantemente azotado por el fantasma “si hubiera hecho” cada vez que
una niña malvada y una institutriz (la única persona que va a misa) le acosan
de la forma más descarada. La tensión sexual es tal que corta el aire. Y
Bresson hace uso de la voz en off como formidable recurso de vaso comunicante
entre las diferentes historias.
En Un
condenado a muerte se ha escapado (1956), Bresson se manifiesta
honesto: “Esta historia es verdadera. La cuento tal como es, sin adornos”. Es
una adaptación del relato de André Devigny del mismo título y pone de
manifiesto el ascetismo de Bresson en más de una cosa: excepto la primera y la
última escena (y una que marca el punto de no retorno del personaje), todo
sucede en la prisión, fundamentalmente en la pequeña celda del condenado. Y marca
su propuesta con la repetición de las mismas escenas y los mismos sonidos para
ir creando su atmósfera dramática a sabiendas de que, desde el título del
filme, sabemos del final, pero ignoramos el cómo se hará posible. Su fundamento
filosófico es la cita de Juan 3:8 (las palabras a Nicodemo): “El viento sopla
de donde quiere (segundo título del filme), y oyes su sonido: más ni sabes de
dónde viene, ni a dónde va: así es todo aquel que es nacido del espíritu.”
Con este
filme, Bresson logró el premio al Mejor Director en el Festival de Cannes, el
premio de la Organización Católica Internacional de Cine (OCIC) y el Premio a
la Mejor Película por parte de la crítica francesa.
Bresson
fue un genio honesto. Al inicio de Pickpocket (1959), acaso como
advertencia para los incautos, dejaba saber: “Esta no es una película de estilo
policíaco. El autor trata de expresar a través de imágenes y sonidos, la
pesadilla de un joven empujado por su debilidad, en una aventura de robo para
la cual no estaba hecho. Pero esta aventura por caminos extraños, reunirá a dos
almas, que sin ella quizás nunca se hubieran conocido.”
Pickpocket
es, ante todo, un manuel práctico de cómo usar el plano de detalle (y perfecta
coreografía de la cámara) para poner al espectador al tanto de las habilidades
de nuestro timador protagonista para despojar de carteras y relojes a quienes
encuentra a su paso…y de las esposas que lo ponen tras las rejas.
En 1966,
el Festival de Cine de Venecia estrenó Al azar de Baltasar. En el festival
más antiguo del mundo, obtuvo el premio de la OCIC y el premio New Cinema. Fue
tal el impacto que causó que, un director de la talla de Jean-Luc Godard dijo: “Cualquiera
que vea este filme quedará absolutamente deslumbrado”.
Bresson
aborda el insólito atrevimiento de hacer un filme con un animal de
protagonista. Baltasar es un burro y la historia del filme se nos cuenta a
través de sus ojos. Baltasar tiene varios dueños y sufre maltratos, pero
registra la vida de todos, incluyendo la de Marie y Jacques y su original
historia de amor, principio y final del filme.
Con esta
película, Bresson logró pulir su ascetismo cinematográfico y experimentar con
la banda sonora desde los créditos iniciales: escuchamos el tema de presentación
y rebuznos mezclados a partes iguales.
Con El
diablo, probablemente (1977) ofrece su visión más pesimista del mundo:
la juventud más bella de París navega a la deriva, sin metas claras, sin
expectativas de futuro. Como el planeta Tierra, claman por atención, pero nadie
escucha. En efecto, este filme es un contundente llamado ambientalista. Y
filosófico también: “Las civilizaciones se acaban cuando todo se idiotiza
aceleradamente.”
Es el
retrato coral de un estado de ánimo: una juventud que se rebela contra la
obligación a dejar de querer más, a reemplazar los verdaderos deseos por unos
falsos, basados en estadísticas, exámenes, fórmulas y clasificaciones
estúpidas, inventadas como anillo al dedo para las grandes corporaciones.
Para
Bresson nunca hay límites para sus propuestas: inicia el filme con un plano
fijo de la portada de un diario: la noticia es el suicidio (¿o asesinato?) del
personaje protagonista del filme. Una vez más: lo importante no es lo que se
cuenta sino el modo, la manera de contar.
En 1983,
el Festival de Cannes estrenó la que sería la última película de Bresson, L’Argent,
basada en un cuento de Tolstói. El filme pudo hacerlo gracias a la subvención
del Ministerio de Cultura, aunque muchos hablan de “favor” del ministro Jack
Lang a cambio de que su hija apareciera en el filme.
L’Argent
tiene un tono mucho más pesimista, con el dinero (ese Dios de nuestros días)
como generador de todos los grandes males del mundo: traición, codicia,
falsedad, injusticia y, en definitiva, bancarrota moral.
Con el
filme, daba una formidable lección del “sistema bressoniano” que le hizo
merecedor del Grand Prix du Cinema, compartido con el ruso Andréi Tarkovski,
otro de los imprescindibles y también uno de sus más fervientes defensores.
En la
lista negra de los productores, venerado por los estudiantes de Cine, Bresson
permaneció sus últimos años recluido en su casa, de la que sólo salía para ir a
misa en la catedral de Notre Dame.
Terminó
convirtiéndose en su propia obra: lejos de casi todos y al alcance de muy
pocos.
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