miércoles, agosto 26, 2015

Carl Theodor Dreyer y las dimensiones de su oficio.

(La verdad es que yo no estaba en esta vaina. Pero, mientras impartíamos el curso de “Estética del Cine”, Eriberto Cruz, uno de mis cinéfilos-cómplices, se me apareció con un regalo “sorpresa”: el magnífico documental Carl Th. Dreyer: mi oficio (1995, Torben Skjødt Jensen), acompañado además de 3 grandes clásicos del Maestro Danés: Día de ira (1943), La palabra (1954) y Gertrud (1965). Para completar el cuadro, busqué La pasión de Juana de Arco (1928), regalo de Teddy Ureña, otro cinéfilo-cómplice, y me puse para Dreyer: uno de los grandes Maestros del cine de todos los tiempos.)

Lo primero que hice fue buscar entre mis apuntes una frase de Dreyer que usaba como punta de lanza hace muchos años, cuando todavía se hablaba de Cine: “La esencia más íntima del cine es una necesidad de verdad.” Un carajo que se expresa en esos términos posee un universo digno de conocer, aún con las limitaciones que nos impone la vida moderna.
Lo segundo que hice fue ver el documental de Torben Skjødt Jensen para permitirme contextualizar los filmes de Dreyer con su época, algo esencial cuando se quiere apreciar la dimensión de los aportes de un realizador que, además, se permitía reflexionar sobre su oficio.
Lo tercero que hice fue volver a ver La pasión de Juana de Arco, considerada entre las 10 mejores películas del Cine en el más reciente sondeo de Sight & Sound. Un filme rodado prácticamente sólo en primeros planos que sigue siendo un excelente referente en las clases de edición cinematográfica en las principales universidades del mundo.
Como si hiciera falta sumar dramatismo, la primera copia del filme se quemó en un accidente y el propio Dreyer hizo una segunda versión con las tomas alternas que, mutilado en varios países, fue el que se pudo ver durante muchos años. Pero, en 1981, un increíble hallazgo se encontró en un manicomio noruego: una copia en perfecto estado del filme original.
Protagonizaba Reneé Falconetti, una cantante y actriz francesa con la que Dreyer se encontró casi por casualidad del destino. Su actuación como Juana de Arco se considera como una de las grandes interpretaciones en la historia del cine. Y pensar que consiguió el papel porque fue la única que aceptó las condiciones del director: cero maquillaje y había que afeitarle la cabeza en una escena. Se hizo famosa en todo el mundo, pero nunca más hizo una película. Se suicidó tiempo después en Buenos Aires, a los 54 años.  
En su libro de apuntes sobre el Cine, Dreyer expresa: “No hay nada en el mundo que pueda compararse con un rostro humano. Es una tierra que uno no se cansa jamás de explorar, un paisaje (ya sea árido o apacible) de una belleza única. No hay experiencia mas noble, en un estudio, que la de constatar cómo la expresión de un rostro sensible, bajo la fuerza misteriosa de la inspiración, se anima desde el interior y se transforma en poesía.” Todos los primeros planos de La pasión de Juana de Arco son el mejor ejemplo para la frase.
Vuelvo a citar a Dreyer: “Un director debería reflejar en sus películas sus sentimientos y estados de ánimo y lograr que despertar los sentimientos y estados de ánimo del espectador”, a propósito de Día de ira, una formidable denuncia a los bestiales métodos usados en Europa para castigar la brujería, o sea, quemar a las brujas en una hoguera. Ya en esta película Dreyer dejaba establecido como parte de su estilo los planos secuencias y las cuidadísimas composiciones en su puesta en escena. Además, cuentan las malas lenguas que en el ejercicio de su tiranía en el set de filmación, era capaz de crueldades increíbles para sacar el mayor provecho de sus actores.
Otra de sus frases, “La reproducción de la realidad en la pantalla debe ser verdadera, pero purificada de elementos que carezcan de interés (... ). El director no debe privilegiar las cosas de la realidad sino el espíritu que está dentro y detrás de esas cosas (... ). La realidad debe transmutarse en una forma simplificada o abreviada y, bajo un aspecto purificado, resurgir en una especie de realismo psicológico intemporal” me parece muy apropiada aplicarla a su filme La palabra, por la que ganó el León de Oro en Venecia. Una historia de amor imposible entre dos familias del campo danés separadas por distintas formas de acercarse a Dios. Una especie de Romeo y Julieta pero con mucho existencialismo filosófico de condimento. Y muchos planos secuencia para darle seguimiento a los padecimientos de un teólogo que enloquece de tanto leer a Kierkegaard y termina creyéndose el Mesías. Como suele pasar en estos casos, es mucho más lo que se dice a partir de las intertextualidades que lo que se expresa en palabras.
Lo último que hice fue ver Gertrud, para muchos su gran Obra Maestra. Para la que me parece justo elegir otra de sus frases emblemáticas: “Lo que busco en mis películas, lo que quiero obtener, es penetrar hasta en los pensamientos más profundos de mis actores, a través de sus experiencias más sutiles. Porque esas expresiones develan el carácter del personaje, sus sentimientos inconscientes, los secretos que reposan en las profundidades de su alma”. Gertrud es la historia de un amor, que como sentimiento permanece fiel en el corazón del personaje por encima de todo, en una actitud que parecería ridícula a las actuales generaciones, las mismas de “relaciones prescindibles”. Por si fuera poco, contiene una de esas frases para seminarios: “El amor de una mujer y el trabajo de un hombre son enemigos mortales.”
Un cine hecho con la cabeza para disfrutarse en absoluta paz y con un ritmo pausado que para muchos resultará prohibido, Carl Theodor Dreyer es uno de los grandes realizadores y pensadores del Cine: “El director debe sentirse con la libertad de transformar la realidad con el fin de que ésta se identifique con la simplicidad de la imagen que él ha visto en su espíritu, ya que no es el sentido estético el que debe doblegarse a la realidad: la realidad debe obedecer a su sentido estético.” 

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