lunes, abril 10, 2023

Chantal Akerman: la testigo apasionada de todos los detalles.



(Vacaciones de Pascua es atreverme a descubrir un universo. Desde hace unos meses, todo apuntaba a que sería Chantal Akerman, tardíamente reconocida como una de las grandes cineastas y desconocida por la mayoría de los cinéfilos del mundo. Debo agradecer la complicidad de Teddy Ureña y Eriberto Cruz, por poner a mi alcance algunos de sus filmes.  –José)

 

Chantal Akerman tenía 15 años cuando asistió a ver un estreno cuyo título le llamó la atención: Pierrot Le Fou. Había oído vagamente sobre el “Cine de Autor”, pero ninguna película le había estremecido emocionalmente como lo hizo el filme del Maestro Jean-Luc Godard.

Años más tarde, aprendió con La Región Central (1971, Michael Snow) que no es necesario contar una historia para tener una experiencia emotiva y palpable en una sala de cine, que más allá de lo que se cuenta es más importante tener una narrativa que sirva de vehículo a las ideas que se proponen. Ese principio se convirtió en el eje sobre de todo lo que escribió y dirigió, y muy especialmente Jeanne Dielman (1975), filme recientemente elegido como la mejor película del cine en la prestigiosa encuesta de Sight & Sound.

Una encuesta que solo tenía tres títulos en el primer puesto: Ladrón de bicicletas (1952), Ciudadano Kane (1962, 1972, 1982, 1992 y 2002) y Vértigo (2012). Y ahora la joya de Chantal Akerman.

Al margen de discusiones estériles como que es un triunfo del nuevo feminismo y otros asuntos ajenos a su valor cinematográfico, Jeanne Dielman es una arriesgada propuesta que rescata la poética de la vida cotidiana, a partir de la observación precisa de los ritos ordinarios que nos convierten en sociedad. Levantarse y colar café, un ritual común a la mayoría, adquiere un sentido trascendente cuando se mira desde la óptica de Akerman, una que va más allá de su valor antropológico para adentrarse en el campo de recreación de la realidad mejorada, una maravillosa posibilidad del Séptimo Arte.

Pero, cuidado, que Akerman no cede un ápice en su propuesta estética: nunca mueve la cámara, todos son planos fijos, nada de cortar a los personajes por la mitad con acercamientos o zooms, ni crear elipsis innecesarias para acortar tiempos y distancias y hacer más “digerible” su filme. Lo que se proyecta es la vida tal y como sería si compartiéramos apartamento con Jeanne. La directora definía su perspectiva como “la testigo apasionada”.

Por supuesto, el recurso descoloca a gran parte de la audiencia, acostumbrada a que todo se lo expliquen (algún día escribiré mi desahogo sobre los diálogos del cine local), acentuando la incómoda sensación del voyeur que cumple su papel de vigilante sin ningún entusiasmo. Estamos obligados a observar a Jeanne y, si no salimos corriendo de la sala, surge el maravilloso espectáculo de lo cotidiano. Akerman logra lo inimaginable: dar visibilidad a quien limpia, cocina y ordena nuestras vidas, personas ninguneadas por nuestra educación misógina y patriarcal. Para los que llevan notas: todo el equipo técnico que trabajó en la película estaba compuesto por mujeres.

Pregunto: ¿pero acaso no es esa la parte que nos corresponde en el esquema de comunicación del cine? Somos los desconocidos que permanecemos incógnitos, protegidos por la oscuridad de la sala, y convertidos en curiosos observadores de la realidad en movimiento que produce el cine. Para colmo, escudados en nuestra falsa superioridad moral, juzgamos desde todas las perspectivas eso que vemos en pantalla.

En mayo de 1975, cuando Jeanne Dielman se presentó en la Quincena de Realizadores en Cannes, mucha gente, incluso culta, abandonó la sala gritando improperios. Akerman cuenta que hasta la escritora Marguerite Duras gritó “¡Esta mujer está loca!” (y esa sí sabe de sicología de personajes), pero superó su trauma cuando los representantes de varios festivales le pidieron su película para proyectarla.

Semanas después, The New York Times calificaba el filme como “la primera obra maestra del feminismo en la historia del cine”. En enero de 1976, el diario Le Monde puso la tapa al pomo proclamando que Jeanne Dielman era “la primera obra maestra rodada en femenino de la historia del cine”. A sus 25 años, Chantal Akerman entraba por mérito propio en la élite de las mejores realizadoras del mundo. Muchos años después, el crítico J. Hobermann la catalogaba como “la más importante directora europea de su generación”.

Que el pasado diciembre Jeanne Dielman lograra el puesto #1 como la mejor película del cine ha sorprendido a muchos diletantes de redes sociales. La mayoría no ha visto la película. Y los pocos que lo han intentado han caído en los brazos de Morfeo, noqueados por sus 200 minutos de oficios domésticos, velado sexo, claustrofóbico decorado y vuelta de tuerca irrevelable. Yo agradezco que me obligara a poner los sentidos en Akerman, una de las mejores. ¿Pondría la película dentro de mi Top 10 del cine? No, pero es indudablemente uno de los títulos que mejores discusiones pueden generar en torno a este arte que da sentido a nuestras vidas. Punto.

 

Documentales.

Además de su valiosa obra de ficción, Akerman cultivó el documental, un género que le permitía mucho más libertades narrativas y de exploración del lenguaje del cine. En Del este (1993), emprende un viaje desde el final del verano hasta el más crudo invierno por Europa del Este: desde Alemania oriental, pasando por Polonia y Ucrania, hasta instalarse en Moscú: un inventario de la vida en esos pueblos luego de la caída del muro de Berlín. “Si eso no es una obra maestra, arranca la palabra de tu diccionario”, señaló Stuart Klawans, de La nación.

El siguiente texto se redactó durante la concepción de Del este:

“Me gustaría hacer un gran viaje por Europa del Este mientras siga siendo el momento. Rusia, Polonia, Hungría, Checoslovaquia, la ex Alemania del Este, hasta Bélgica. Me gustaría filmar allí a mi manera documental, lindando con la ficción. Todo lo que me afecte.
Rostros, el final de las calles, los coches que pasan y los autobuses, las estaciones y las llanuras, las rías o los mares, los ríos o los arroyos, los árboles y los bosques.
Los campos y las fábricas y de nuevo los rostros, la comida, los interiores, las puertas, las ventanas, la preparación de la comida.
Mujeres y hombres, jóvenes y ancianos, que pasan o que se detienen, sentados o de pie, a veces incluso acostados.
Días y noches, la lluvia y el viento, la nieve y la primavera.
Y todo eso transformándose lentamente, a lo largo del viaje, los rostros y los paisajes.
Todos esos países, en plena mutación, que han vivido una historia común desde la guerra, todavía muy marcados por esta historia, hasta en los mismos pliegues de la tierra, donde ahora los caminos divergen.
Me gustaría registrar los sonidos de esta tierra, hacer que se sienta el paso de una lengua a otra, con sus diferencias, sus similitudes. Una banda de sonido no sincrónica, o sólo en algunos momentos.
Un río de voces diversas que transportan las imágenes.

Diría que tengo ganas de hacer una película allí, porque aquello me atrae. Me atrae desde hace mucho y terriblemente, más desde que he estado.

Decía: mientras siga siendo el momento.
¿El momento de qué, el momento por qué, antes de que la «invasión» occidental sea demasiado flagrante?
Como si hubiera un antes y un después, antes y después de la era glaciar o glacial. ¿El momento de la utopía realizada y el momento de la utopía estropeada o de otra utopía?”

En esa misma línea, la caravana de Akerman se trasladó a Estados Unidos, donde rodaron Sur (1999), una evocación de cómo el brutal asesinato de James Byrd Jr, en Jasper (Texas) se refleja física y mentalmente en el desolado paisaje de los campos en los cuales (supuestamente) ha desaparecido la esclavitud. Para entender el sur, es necesario inventariar sus miserias, las físicas y las del alma, acojinadas por una espiritualidad que supera cualquier imposible y le arranca el sonido de la tristeza a cualquier guitarra de blues. 

Por supuesto, saltaron la cerca y se fueron a México para rodar Del otro lado (2002), donde visualizamos una nota de amenaza en una valla en tierra de rancheros: “Detenga la migración criminal. Nuestra propiedad y nuestro ambiente está siendo destrozado por invasores”. Al igual que en los dos documentales anteriormente mencionados, Akerman pasea su cámara y retrata paisajes, esencias, gente, actitudes. De vez en cuando, se detiene a conversar y refresca alguna historia de inmigrantes coloniales, o de inmigrantes indocumentados como los miles que llegan hoy día a la frontera con Estados Unidos. El filme ganó Mención Especial en el Festival de Derechos Humanos de Nuremberg y figuró en el Top 10 de Cahiers du Cinema.

Finalmente, rescato del olvido Down There (2006), un trabajo en que Akerman viajó hasta Tel Aviv. Con esa precisión que la hace única para los detalles, Akerman filma casi todo desde un apartamento que no puede abandonar (como si fuera una palestina emplazada) sus raíces judías, su familia, su identidad. Las cortinas semitransparentes funcionan casi como mecanismo de tortura en este apartamento-prisión: podemos ver el exterior, pero se nos tiene prohibido disfrutarlo. Este filme ganó el Gran Premio del Jurado en Marsella. Las ideologías radicales nos han aislado mucho más que la pandemia del covid y contra ellas no hay vacunas.

Chantal Akerman, una judía sobreviviente de Auschwitz, fue una cineasta extraordinaria. Un día de octubre de 2015, mariposa con alas propias, Akerman cruzó los espejos en su vuelo, quizá a una Arcadia donde no nos separe el tiempo de las arenas, ni el humo de los prejuicios.

 

 

(P.D.: En el contexto europeo, la cinematografía belga no de las más significativas, pero ha dado grandes autores como Jacques Feyder y el documentalista Henri Stork. Más recientemente, Chantal Akerman y André Delvaux. Desde hace unos años, los hermanos Dardenne, Jaco van Dormael y Joachim Lafose.)

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