(Vacaciones de Pascua es atreverme a
descubrir un universo. Desde hace unos meses, todo apuntaba a que sería Chantal
Akerman, tardíamente reconocida como una de las grandes cineastas y desconocida
por la mayoría de los cinéfilos del mundo. Debo agradecer la complicidad de
Teddy Ureña y Eriberto Cruz, por poner a mi alcance algunos de sus filmes. –José)
Chantal
Akerman tenía 15 años cuando asistió a ver un estreno cuyo título le llamó la
atención: Pierrot Le Fou. Había oído vagamente sobre el “Cine de Autor”,
pero ninguna película le había estremecido emocionalmente como lo hizo el filme
del Maestro Jean-Luc Godard.
Años más
tarde, aprendió con La Región Central (1971, Michael Snow) que no es necesario
contar una historia para tener una experiencia emotiva y palpable en una sala
de cine, que más allá de lo que se cuenta es más importante tener una narrativa
que sirva de vehículo a las ideas que se proponen. Ese principio se convirtió
en el eje sobre de todo lo que escribió y dirigió, y muy especialmente
Jeanne Dielman (1975), filme recientemente elegido como la mejor
película del cine en la prestigiosa encuesta de Sight & Sound.
Una
encuesta que solo tenía tres títulos en el primer puesto: Ladrón de bicicletas
(1952), Ciudadano Kane (1962, 1972, 1982, 1992 y 2002) y Vértigo
(2012). Y ahora la joya de Chantal Akerman.
Al margen
de discusiones estériles como que es un triunfo del nuevo feminismo y otros
asuntos ajenos a su valor cinematográfico, Jeanne Dielman es una arriesgada
propuesta que rescata la poética de la vida cotidiana, a partir de la
observación precisa de los ritos ordinarios que nos convierten en sociedad.
Levantarse y colar café, un ritual común a la mayoría, adquiere un sentido
trascendente cuando se mira desde la óptica de Akerman, una que va más allá de
su valor antropológico para adentrarse en el campo de recreación de la realidad
mejorada, una maravillosa posibilidad del Séptimo Arte.
Pero,
cuidado, que Akerman no cede un ápice en su propuesta estética: nunca mueve la
cámara, todos son planos fijos, nada de cortar a los personajes por la mitad
con acercamientos o zooms, ni crear elipsis innecesarias para acortar tiempos y
distancias y hacer más “digerible” su filme. Lo que se proyecta es la vida tal
y como sería si compartiéramos apartamento con Jeanne. La directora definía su
perspectiva como “la testigo apasionada”.
Por
supuesto, el recurso descoloca a gran parte de la audiencia, acostumbrada a que
todo se lo expliquen (algún día escribiré mi desahogo sobre los diálogos del
cine local), acentuando la incómoda sensación del voyeur que cumple su papel de vigilante sin ningún entusiasmo.
Estamos obligados a observar a Jeanne y, si no salimos corriendo de la sala,
surge el maravilloso espectáculo de lo cotidiano. Akerman logra lo
inimaginable: dar visibilidad a quien
limpia, cocina y ordena nuestras vidas, personas ninguneadas por nuestra
educación misógina y patriarcal. Para los que llevan notas: todo el equipo
técnico que trabajó en la película estaba compuesto por mujeres.
Pregunto:
¿pero acaso no es esa la parte que nos corresponde en el esquema de comunicación
del cine? Somos los desconocidos que permanecemos incógnitos, protegidos por la
oscuridad de la sala, y convertidos en curiosos observadores de la realidad en
movimiento que produce el cine. Para colmo, escudados en nuestra falsa
superioridad moral, juzgamos desde todas las perspectivas eso que vemos en
pantalla.
En mayo de
1975, cuando Jeanne Dielman se presentó en la Quincena de Realizadores en
Cannes, mucha gente, incluso culta, abandonó la sala gritando improperios.
Akerman cuenta que hasta la escritora Marguerite Duras gritó “¡Esta mujer está
loca!” (y esa sí sabe de sicología de personajes), pero superó su trauma cuando
los representantes de varios festivales le pidieron su película para
proyectarla.
Semanas
después, The New York Times
calificaba el filme como “la primera obra maestra del feminismo en la historia
del cine”. En enero de 1976, el diario Le
Monde puso la tapa al pomo proclamando que Jeanne Dielman era “la
primera obra maestra rodada en femenino de la historia del cine”. A sus 25
años, Chantal Akerman entraba por mérito propio en la élite de las mejores
realizadoras del mundo. Muchos años después, el crítico J. Hobermann la
catalogaba como “la más importante directora europea de su generación”.
Que el
pasado diciembre Jeanne Dielman lograra el puesto #1 como la mejor película del
cine ha sorprendido a muchos diletantes de redes sociales. La mayoría no ha
visto la película. Y los pocos que lo han intentado han caído en los brazos de
Morfeo, noqueados por sus 200 minutos de oficios domésticos, velado sexo,
claustrofóbico decorado y vuelta de tuerca irrevelable. Yo agradezco que me
obligara a poner los sentidos en Akerman, una de las mejores. ¿Pondría la
película dentro de mi Top 10 del
cine? No, pero es indudablemente uno de los títulos que mejores discusiones
pueden generar en torno a este arte que da sentido a nuestras vidas. Punto.
Documentales.
Además de
su valiosa obra de ficción, Akerman cultivó el documental, un género que le
permitía mucho más libertades narrativas y de exploración del lenguaje del
cine. En Del este (1993), emprende un viaje desde el final del verano
hasta el más crudo invierno por Europa del Este: desde Alemania oriental,
pasando por Polonia y Ucrania, hasta instalarse en Moscú: un inventario de la vida
en esos pueblos luego de la caída del muro de Berlín. “Si eso no es una obra
maestra, arranca la palabra de tu diccionario”, señaló Stuart Klawans, de La
nación.
El
siguiente texto se redactó durante la concepción de Del este:
“Me
gustaría hacer un gran viaje por Europa del Este mientras siga siendo el
momento. Rusia, Polonia, Hungría, Checoslovaquia, la ex Alemania del Este,
hasta Bélgica. Me gustaría filmar allí a mi manera documental, lindando con la
ficción. Todo lo que me afecte.
Rostros, el final de las calles, los coches que pasan y los autobuses, las
estaciones y las llanuras, las rías o los mares, los ríos o los arroyos, los
árboles y los bosques.
Los campos y las fábricas y de nuevo los rostros, la comida, los interiores,
las puertas, las ventanas, la preparación de la comida.
Mujeres y hombres, jóvenes y ancianos, que pasan o que se detienen, sentados o
de pie, a veces incluso acostados.
Días y noches, la lluvia y el viento, la nieve y la primavera.
Y todo eso transformándose lentamente, a lo largo del viaje, los rostros y los
paisajes.
Todos esos países, en plena mutación, que han vivido una historia común desde
la guerra, todavía muy marcados por esta historia, hasta en los mismos pliegues
de la tierra, donde ahora los caminos divergen.
Me gustaría registrar los sonidos de esta tierra, hacer que se sienta el paso
de una lengua a otra, con sus diferencias, sus similitudes. Una banda de sonido
no sincrónica, o sólo en algunos momentos.
Un río de voces diversas que transportan las imágenes.
Diría
que tengo ganas de hacer una película allí, porque aquello me atrae. Me atrae
desde hace mucho y terriblemente, más desde que he estado.
Decía:
mientras siga siendo el momento.
¿El momento de qué, el momento por qué, antes de que la «invasión» occidental
sea demasiado flagrante?
Como si hubiera un antes y un después, antes y después de la era glaciar o
glacial. ¿El momento de la utopía realizada y el momento de la utopía
estropeada o de otra utopía?”
En esa
misma línea, la caravana de Akerman se trasladó a Estados Unidos, donde rodaron
Sur
(1999), una evocación de cómo el brutal asesinato de James Byrd Jr, en Jasper
(Texas) se refleja física y mentalmente en el desolado paisaje de los campos en
los cuales (supuestamente) ha desaparecido la esclavitud. Para entender el sur,
es necesario inventariar sus miserias, las físicas y las del alma, acojinadas
por una espiritualidad que supera cualquier imposible y le arranca el sonido de
la tristeza a cualquier guitarra de blues.
Por
supuesto, saltaron la cerca y se fueron a México para rodar Del
otro lado (2002), donde visualizamos una nota de amenaza en una valla
en tierra de rancheros: “Detenga la migración criminal. Nuestra propiedad y
nuestro ambiente está siendo destrozado por invasores”. Al igual que en los dos
documentales anteriormente mencionados, Akerman pasea su cámara y retrata
paisajes, esencias, gente, actitudes. De vez en cuando, se detiene a conversar
y refresca alguna historia de inmigrantes coloniales, o de inmigrantes
indocumentados como los miles que llegan hoy día a la frontera con Estados
Unidos. El filme ganó Mención Especial en el Festival de Derechos Humanos de
Nuremberg y figuró en el Top 10 de Cahiers
du Cinema.
Finalmente,
rescato del olvido Down There (2006), un trabajo en que Akerman viajó hasta Tel
Aviv. Con esa precisión que la hace única para los detalles, Akerman filma casi
todo desde un apartamento que no puede abandonar (como si fuera una palestina
emplazada) sus raíces judías, su familia, su identidad. Las cortinas
semitransparentes funcionan casi como mecanismo de tortura en este
apartamento-prisión: podemos ver el exterior, pero se nos tiene prohibido
disfrutarlo. Este filme ganó el Gran Premio del Jurado en Marsella. Las
ideologías radicales nos han aislado mucho más que la pandemia del covid y
contra ellas no hay vacunas.
Chantal
Akerman, una judía sobreviviente de Auschwitz, fue una cineasta extraordinaria.
Un día de octubre de 2015, mariposa con alas propias, Akerman cruzó los espejos
en su vuelo, quizá a una Arcadia donde no nos separe el tiempo de las arenas,
ni el humo de los prejuicios.
(P.D.: En el contexto europeo, la
cinematografía belga no de las más significativas, pero ha dado grandes autores
como Jacques Feyder y el documentalista Henri Stork. Más recientemente, Chantal
Akerman y André Delvaux. Desde hace unos años, los hermanos Dardenne, Jaco van
Dormael y Joachim Lafose.)
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