Adèle es una niña sin modales que come como cerdita de
cuentos un sándwich griego y quiere descubrir el mundo y descubrirse como
mujer. Adèle es una adolescente que busca su orientación sexual entre presiones
de sus amigas de escuela y la mirada atenta de Thomas y su camino de heterosexualidad
correspondiente. Pero Adèle tiene dudas, algo no le satisface del todo y algo
le inquieta en relación a otras mujeres. Por eso, Adèle se convierte en la
hembra que se lanza al ruedo para que la devoren las leonas.
Esa es la premisa de La vida de Adèle, el filme de Adbellatif Kechiche, flamante ganadora
de la Palma de Oro en el Festival de Cannes.
Señalaba Sergei Kracauer que el arte cinematográfico era
el resultado de la conexión entre la imagen y la realidad, una conexión que
debe ser lo más natural posible. Kechiche se caracteriza porque sus filmes
están exentos de artificios y porque se aproxima a sus personajes con una
perspectiva real y realista de sus problemas.
Sin artificios de ningún tipo, pero tampoco sin
concesiones innecesarias. Es por lo que las escenas lésbicas del filme le han
merecido la calificación NC-17 de parte de los mojigatos de la MPAA.
En realidad, Kechiche siempre ha plantado su mirada en
donde otros prefieren apuntar hacia las nubes, provocando algún tipo de
incomodidad en los más recatados porque nuestra educación cinéfila (americana)
nos tiene acostumbrados a otra cosa. Y no sólo en lo referente al sexo, que será
siempre una cuestión de pulgadas, Kechiche muestra lo que se supone no debe,
verbigracia, Adèle durmiendo, indefensa, casi vulgar, como puente entre arcos
dramáticos. Y, acaso marca de realizador, siempre se las arregla para dar
rienda suelta al amor por sus raíces tunecinas: después de la manifestación por
la diversidad, los chicos comparten cerveza y escuchan música árabe.
Por supuesto, la perspectiva que se impone a lo largo de
todo el filme es adolescente, típicamente egocéntrica: todos aquellos que
rodean a Adèle no son más que marionetas de su ópera, razón de más para que
sean tan dolorosos los rechazos a las propuestas de besos. Adèle tiene problemas
con su auto-estima, clama por ayuda, hiere sin cuidado, juega en una liga para
la que no tiene méritos. Pero es la absoluta
protagonista de su historia.
Una aclaración pertinente: La vida de Adèle no es un filme hecho con intenciones de
ampliar tolerancias hacia la diversidad, ni centra su atención en ninguna
agenda LGBT. Reducir el filme a esas fronteras pecaría no sólo de injusto, sino
también de inapropiado. Sí le ha beneficiado el contexto de la Francia
contemporánea en la que multitudinarias manifestaciones y discusiones se han
llevado a cabo a favor, por ejemplo, del matrimonio gay, un tema tabú en la
agenda dominicana.
Llamo la atención sobre la inteligente mirada de sus
guionistas: se ubica un paso más adelante del simple morbo de aceptar como
válidas, desde nuestras tribunas morales, las parejas de un mismo sexo. En este
contexto, una infidelidad es vista como una estocada mortal a cualquier
relación, independientemente de la naturaleza de esa relación.
Llamo la atención sobre la interesante conclusión del
filme: un final abierto que tiene al cielo como límite y que provoca más de una
discusión de futuro. Ha retornado el debate para las parejas cinéfilas.
Y entre todos los supuestos, el más obvio, Adèle es un alma
libre imposible de atrapar en un convencionalismo, en una norma limitante, en
la negación de nuestro derecho de ejercer, a pesar de todo y de todos, nuestra voluntad.
La vida de Adèle (2013). Dirección: Adbellatif Kechiche;
Guión: Adbellatif Kechiche y Ghalia Lacroix, basado en la novela gráfica de
Julie Maroh; Fotografía: Sofian El Fani; Edición: Ghalia Lacroix, Albertine
Lastera, Jean-Marie Lengelle y Camille Toubkis; Música: Jean-Paul Hurier;
Elenco: Lea Seydoux, Adèle Exarchopoulos.
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