lunes, abril 01, 2013

Krzysztof Kieslowski: así en la vida como en el Cine.

(Vacaciones de Pascuas es sinónimo de Buen Cine. Una asignatura pendiente era Kieslowski, un cine tan vital como las habichuelas con dulce. Confieso que Kieslowski sembró el asombro en mi corazón, una deuda que espero saldar algún día. –José)


Cuentan quienes le conocieron, que Krzysztof Kieslowski era una botella de vodka Wyborowa y un cigarrillo, una sonrisa franca y una conversación sobre Cine y el sentido de la vida que se renovaba en cada encuentro.


Para mi, que no tuve ese privilegio, Kieslowski significó el descubrimiento de otras capacidades dramáticas del Cine. Un cineasta para quien la Vida y el Cine deben verse como una Opera, como un todo en sus varias partes, con su propia intertextualidad y sus personajes que se tropiezan unos con otros en sus andar.

Kieslowski nos cuenta una historia y nos hace conscientes de su ficción, pero también de su realidad intrínseca, pausa como advertencia y nos cautiva con su particular obsesión por el plano imposible (gota de líquido de frenos, pupila dilatada por trauma, llamada telefónica trasatlántica), por los objetos y sus recuerdos.

Kieslowski, como cineasta, es el Gran Amo de su universo, el filme: pone o quita, muestra u oculta, a su antojadiza voluntad. Hace pausas, acelera, acentúa el tono dramático de su sinfonía de amor, que nos hace preguntar(nos), reflexionar.

Mucho antes del internet, el mundo era una aldea global. Aún antes de que lo enunciara Marshall McLuhan, para felicidad de algunos analfabetos que lo repiten sin entenderlo, como lo demostró Woody Allen en Annie Hall.

Somos una aldea y gracias a los 6 grados de separación, todos conocemos al amigo de un amigo y tenemos un tío en New York. Pero también es posible conocer a otra persona que es nuestra réplica exacta en otra parte del planeta.

La doble vida de Verónica: la etapa verde, que te quiero verde.

Comienzo elogiando el ojo detector-de-musas de Kieslowski: no son actrices, son ángeles que nos arrebatan el corazón y pueblan nuestras fantasías más tiernas... y las más salvajes también.

La primera fue Irene Jacob, justamente premiada en el Festival de Cannes 1991 por su doble papel como Veronique (francesa)/Weronika (polaca). El filme también ganó el Premio del Jurado Ecuménico.

Dos mujeres que son una misma y, sin embargo, distintas. Mujeres que viven sus vidas con la sospecha en sus corazones de que alguien más existe y, sin embargo, nunca llegan a saciar esa certeza.

A una, la Muerte, en forma de infarto fulminante, la encuentra en el escenario, en plena función, acaso sueño de cualquier cantante lírica. A la otra, el Amor la espera por días en la estación de tren.

Quizá el Creador es un titiritero que hace dos de cada uno de nosotros por si nos maltratamos durante el performance.

Tres colores: Azul: la vida es toda música… y destino.

Con esta trilogía Kieslowski rindió honor a la bandera francesa, sus colores y sus principios básicos: Libertad (azul), Igualdad (blanco) y Fraternidad (rojo).

Si protagoniza Juliette Binoche el cielo está pintado de azul, que no le quepa la menor duda a nadie.

Pero la historia de esta joven y misteriosa viuda, fiel más allá del último suspiro (no hablo de la carne, hablo del espíritu) es la de todos cuando se nos va la pareja. Es la historia de los detalles compartidos que vuelven, dolorosos, a estar presentes. Es la eterna historia de la sinfonía inconclusa, de la frase no dicha, de los besos (guar)dados. Es la historia del miedo del corazón que había encontrado su zona de confort, con afectos garantizados y sin fecha de expiración.

Tres colores: Blanco: el amor, esa palabra…

Un peluquero polaco con disfunción eréctil que no puede consumar su matrimonio con una francesa, Julie Delpy ni más, ni menos. Delpy no ha sido Marianne, pero no se me ocurre rostro más perfecto.

Tan despistado vive el pobre, que una Marianne de yeso es su tesoro más preciado cuando retorna de polizonte a su propia patria. Una vez allí, encuentra su confianza perdida en una pistola de gas que le permite asumir postura de superman (ni que fuera policía dominicano) y preparar una venganza maquiavélica con único orgasmo perfecto incluído, debut y despedida del placer que se funde en blanco.

Llorar detrás de los prismáticos califica como deporte de las lágrimas si encierra una declaración de amor, ya sea ante el féretro del marido, ya sea detrás de los barrotes de la fría y oscura celda. Sólo el blanco nos libera, blancos del veneno de las incontinencias del alma.

Tres colores: Rojo: la casualidad y la pasión.

Pasión por la casualidad. En un tiempo y un espacio en que la esperanza de algo mejor delira como futuro en nuestros corazones, Kieslowski nos sumerge en un bautizo de azar.

Regimos nuestras vidas por un libro que se abre en una página determinada, las siempre presentes máquinas tragamonedas o los números de la lotería (esperanza de los pobres de espíritu) o una moneda que se lanza a cara o cruz.

Los artilugios de la ciencia han reducido la vida íntima de todos a pura teoría, ya no por la malsana costumbre del chisme de las vecinas, sino por la certeza del clima en los satélites. Para colmo, un juez ha renunciado al poder de juzgar lo que es verdad y lo que es mentira, vanidad de vanidades.

En el fondo, quizás todos somos hijos de Dios y merecemos una nueva oportunidad, acaso ser rescatados del naufragio del ferry, nueva Arca de Noé, como los mejores de cada especie.

O quizás estamos atados a la maldición del eterno retorno, condenados a repetir las vidas que vivieron otros, infinitas veces, como si fueran propias, hasta que un primer beso de Amor rompa el hechizo.


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