viernes, agosto 05, 2016

Amores perros: la formidable ópera prima de Alejandro G. Iñárritu.

Latinoamérica inauguró el siglo XXI con una joya cinematográfica incuestionable: Amores perros, ópera prima del mexicano Alejandro G. Iñárritu, con guion de Guillermo Arriaga y ganadora de un alud de premios internacionales. Pocos sabíamos en ese entonces que conformaba parte de la “trilogía de la muerte”, que se completaría con 21 gramos (2003) y Babel (2005).
Este filme mostró las potencialidades narrativas del cine de nuestro continente, sustentado en un guion excelente, que plantea la historia de forma coral, es decir, de eventos narrativos simultáneos que se alternan en su intención, perfectamente lograda, de atraparnos en el drama. Una estructura, por cierto, que se ha visto replicada en otras latitudes. Una estructura que formula personajes tan ricos en su concepción, que pueden prestarse a múltiples lecturas.
En Amores perros, por ejemplo, es notable la significación que tiene la ausencia de figuras paternas representativas en cada una de las tres historias que conforman su cuerpo narrativo. Y el peso insoportable de una frase: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”, una suerte de maldición bíblica para nuestros personajes que gravita de forma inexpugnable en sus vidas.
Por supuesto, el título impone la presencia de un perro en cada una de las historias: el Cofi en la primera, Richie en la segunda y el Cofi, que pasa a ser un perro-sin-nombre (emulando al vaquero de Eastwood), en la tercera, aunque termina siendo bautizado como “Negro”, en obvia alusión al apodo que usan los amigos de Iñárritu.
Y, por encima de todos, una ciudad: México DF, que impone su velocidad, su hacinamiento, su violencia, su ley del más fuerte, desde las texturas de sus fachadas y callejones.
Es interesante acotar que nuestros personajes siguen una suerte de simetría aristotélica en su arco dramático: primero la etapa de desobediencia o inobservancia de la ley, a la que sigue la del castigo y, finalmente, la de la purificación o redención, lo que acentúa una lectura bíblica del filme.  

Los amores de Octavio y Susana: el padre putativo.
Octavio está perdidamente enamorado de Susana, la mujer de su hermano.
Susana todavía cursa estudios de bachillerato. A pesar de sobrellevar apenas la responsabilidad de ser madre, a pesar de los maltratos físicos y verbales de su marido, a pesar de las carencias materiales y afectivas, se aferra a esa relación como lo único que tiene de valioso en su vida. No sabemos nada de su padre y su madre es una alcohólica sin remedio.
El adolescente Octavio (un excelente Gael García Bernal) asume su papel de padre putativo y hasta pañales le compra a su sobrino, en la diaria tarea de conquistar el corazón de Susana y convencerla de fugarse juntos a Ciudad Juárez (¡que escogencia, compadre!) para vivir felices y comer perdices.
Pero su historia no es, ni puede ser un cuento de hadas: en su ciega ignorancia, Octavio irrespeta una ley moral y debe ser castigado. Por supuesto, primero pasa por una etapa de bonanza económica (producto del dinero que gana con Cofi en las peleas ilegales) que le permite sentirse poderoso e ilusionarse con la posibilidad de concretar sus sueños. En un simple abrir y cerrar de ojos, un accidente de tránsito altera su suerte por completo.

Los amores de Daniel y Valeria: el padre ausente.
Daniel es director de una importante revista, está casado y tiene dos niñas. Pero está enamorado de Valeria, una modelo española, con las piernas largas para jugar al pecado.
Valeria representa su escape a la cotidianidad del matrimonio, su renuncia a ser padre y estar ahí para su familia. Daniel se sumerge, cada vez más hondo, en un mundo donde nada es lo que aparenta y donde todo vale su peso en oro (o en pesos). Un mundo donde ningún favor es gratuito y todos miden su éxito por la aparición en alguna portada de compromiso, una valla publicitaria gigantesca o la participación en la telebasura de consumo masivo.
Daniel viola una regla moral y debe ser castigado. Daniel purga su pecado con la desdicha de ver amputada su visión del paraíso terrenal y las perdices, de ver a su fantasía erótica reducida a una mujer común y corriente, empotrada en una silla de ruedas, que se crispa con cualquier llamada telefónica equivocada, como lo haría cualquier esposa sospechosa; y que se aferra a su perro, Richie, como único objeto de afecto correspondido.
  
Los amores de El Chivo y Marú: el padre omnipresente.
El Chivo es un idealista que quiere cambiar el mundo, hacer del mundo un mejor lugar para todos y Marú, su hija, a la que irónicamente debe abandonar para irse a la guerrilla. Representa el compromiso político con una ideología que se quedó rezagada en el tiempo, olvidada por todos, vencida por los capitales, enterrada en la memoria colectiva de los mártires.
El Chivo es culpable de romper reglas de cívica convivencia y está condenado a vivir en su cueva, como una bestia discriminada, rodeado de perros callejeros. Una escoria reducida a sicario de algún policía corrupto que se vanagloria de su carrera al servicio del mejor postor.
Pero, de alguna manera, su corazón le sigue reclamando resucitar para su hija, regresar del mundo de los muertos en que ha vivido muchos años. Años de afecto que el dinero no podrá compensar, porque hay ausencias tan invencibles como la soledad.  

Amores perros son tres historias de amor imposible, no correspondido, no consumido de manera plena y satisfactoria. Pero también una lección de brillante narración cinematográfica de Alejandro G. Iñárritu, uno de los grandes nombres del cine latinoamericano.


Amores perros (2000). Dirección: Alejandro G. Iñárritu; Guión: Guillermo Arriaga; Fotografía: Rodrigo Prieto; Música: Gustavo Santaolalla; Edición: Luis Carballar, Alejandro G. Iñárritu y Fernando Pérez Unda; Elenco: Gael García Bernal, Emilio Echevarría, Goya Toledo, Vanessa Bauche, Adriana Barraza. 

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