jueves, febrero 07, 2013

Daniel Day-Lewis: un monstruo de la actuación

Cuando Daniel Day-Lewis nació, el 29 de abril de 1957, su padre, el poeta Cecil Day Lewis, le dedicó un poema: El recién nacido, en el que se asombra de la fuerza interior del bebé. No sabía que esas palabras se convertirían en el sino inexpugnable de su vástago.
Daniel Day-Lewis es lo que se conoce como un monstruo de la actuación, un Olimpo de elegidos en la que muy pocos se inscriben: Marlon Brando, Robert De Niro, Jack Nicholson, Al Pacino. (Dentro de algunos años se presentarán candidaturas: Johnny Depp, Christian Bale, Ryan Gosling, sólo para mencionar el ámbito masculino norteamericano.)
Imaginen la fuerza descomunal de Day-Lewis cuando actúa que apenas ha participado en poco más de una docena de películas y parecen miles. Simple: estos monstruos se consideran actores patológicos: no representan sus personajes, se convierten en ellos con métodos que rayan en la locura.
Ahora que está a punto de recibir su tercer Oscar por su atinada participación en Lincoln, bajo la dirección de Steven Spielberg, se hace necesario repasar algunas de las locuras que ha suscrito Daniel Day Lewis.
Debutó en el cine en 1971 en Sunday Bloody Sunday, pero el mundo le descubrió realmente en 1985, cuando consiguió brillar con luz propia en Mi hermosa lavandería. El National Board of Review le otorgó el premio al actor de reparto, mientras el Círculo de Críticos de NY lo reconocía por Una habitación con vista.
Esos premios despertaron el monstruo interior, ese demonio que lo atormenta y que sólo puede exorcizar viviendo otras vidas. En 1988, La insoportable levedad del ser (basada, por supuesto, en la obra del Maestro Milan Kundera) le permitió ejercitarse en alcanzar un mayor rango en las posibilidades de sus personajes.
Pero su consagración le llegó con Mi pié izquierdo (1988), papel por el que recibió su primer Oscar, considerada una de las mejores actuaciones de la historia. Para este papel, vivió en una casa en Dublín con personas con discapacidades, pasó meses junto a los enfermos, aprendió a pintar con un cuchillo y con pinceles con dos dedos de su pie izquierdo. Si creen que la cosa quedó ahí se equivocan: no se levantó de la silla de ruedas nunca durante el rodaje, obligando al equipo a tratarlo como si fuera un real discapacitado. Hasta hubo que alimentarlo.
Cuando hizo El último de los mohicanos (1992), se consagró tanto al papel que ganó casi 30 libras de peso, se fue a vivir al bosque acompañado por un rifle, en casi completo aislamiento, aprendió a pescar, a despellejar animales, a comer su carne, a construir canoas y a disparar en movimiento.
Cuando rodó Las brujas de Salem (1996), el loco genial de Day-Lewis decidió irse a vivir al pueblo que se iba a utilizar como set en Massachusetts, y allí trabajó la tierra y construyó la casa en la que iba a vivir su personaje (para los que llevan notas: era carpintero antes que actor).
En el nombre del padre (1993), le consiguió su segunda nominación al Oscar. Para ese papel como prisionero del conflicto irlandés, perdió casi 40 libras, comió las mismas raciones que los presos, pasó dos noches sin comer ni beber en la celda de las locaciones, vivió dentro y con la agonía de los prisioneros reales.
Con El boxeador (1997) se convirtió en un púgil de verdad, que boxeaba con tanto ímpetu como cualquiera en su división y acabó con la nariz rota y una hernia.
Se tomó un receso hasta 2002. En ese año, hizo Pandillas de Nueva York, en la que de nuevo impresionó con su nueva voz, con su nueva postura, con su nuevo rostro y un papel memorable que le valió su tercera nominación al Premio de la Academia y para el cual aprendió el oficio de carnicero y el arte de lanzar cuchillos.
En Petróleo sangriento, papel por el que consiguió su segundo Oscar, decidió vivir como los buscadores de petróleo de inicios del Siglo XX y luego trabajar un personaje que va transformándose hasta convertirse en la representación de la ambición, la soledad y la locura. Otra vez, Day-Lewis creó nuevos registros para su voz y su aspecto físico.
Ahora, en Lincoln, Day-Lewis se calza los zapatos del décimo-sexto presidente de los Estados Unidos y lo hace con un absoluto dominio del entorno, con una calma pasmosa, con una calculada simpatía que te seduce antes de que te des cuenta.
En la vida real, Daniel Day-Lewis luce un tipo agradable, habla con un acento culto y tiene tatuados los nombres y las manos de sus tres hijos. Y algunos sospechan que está actuando.

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