miércoles, marzo 07, 2007

Hollywoodland: misterio y muerte detrás de cámara.

El 16 de junio de 1959 fue encontrado el cadáver de George Reeves, actor de poca monta que tuvo el infortunio de ser encasillado por ser el primero en interpretar a Superman, en la primera temporada de lo que se suponía sería un total fracaso como serie de televisión.
El de Reeves es uno de los casos de muerte nunca resueltos del todo en el misterioso Hollywood y le permite al director Allen Coulter reconstruir los eventos con una de las mejores muestras de cine negro de los últimos meses.
Pero no podemos engañarnos, Hollywoodland no es una simple película-debut para Coulter: él tiene una amplia experiencia en series como Sexo en la ciudad y Los Soprano.
Valioso consejo de Jack El Destripador: vayamos por partes.
Toda película de Cine Negro debe tener una serie de elementos presentes para logra una buena receta:
a) Una femme fatale, claroscuro objeto de nuestro deseo. Como Poison Ivy, si pruebas sus besos, estás perdido sin remedio. En el caso que nos ocupa, Toni Mannix (Diane Lane) es esa mujer araña que devora lo que más adora y siembra insatisfacción por donde pasa.
b) Un asesinato o un gran robo y varios sospechosos de haberlo cometido. En Hollywoodland se barajan varias opciones: Eddie Mannix (Bob Hoskins) encarga la muerte del actor, Leonore Lemmon (Robin Tunney) es la amante celosa que lo despacha al más allá o el propio George Reeves (excelente Ben Affleck) se suicida para salir de su pantanosa vida.
c) Un detective (Louis Simo, interpretado por Adrien Brody) con graves problemas personales, que siempre se involucra más de lo que debe.
d) Una pasión prohibida que desencadena uno o varios asesinatos.
e) Una pena de amor que no se ahoga con alcohol ni bachatas (el primero resulta insuficiente y las segundas no son admitidas por la administración).

Además, en Hollywoodland, como buena película de cine negro, el guión parte de alguna tesis por demostrar e incluye una que otra intriga para complicar la trama para brindarnos un final que nos deja con la vaga satisfacción de interpretarlo a nuestro antojo y sin apelación, como la vida, único ensayo de la existencia.

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