(Woody
Allen es uno de los pocos cineastas que defino como “imprescindible”. La
reciente muerte de Diane Keaton, su musa y protagonista de Annie Hall, uno de
mis filmes favoritos, lo ha motivado a escribir esta carta, que testimonia una
de las más bellas historias de amor del siglo XX.)
Es
gramaticalmente incorrecto decir “la más única”, pero todas las reglas de la
gramática —y supongo que de cualquier otra cosa— quedan anuladas cuando se
habla de Diane Keaton. No hubo ni habrá nadie como ella: su rostro y su risa
iluminaban cualquier lugar al que entrara.
Vi
por primera vez su belleza espigada en una audición y pensé: si Huckleberry
Finn fuera una joven hermosa, sería Keaton. Recién salida del condado de Orange,
voló a Manhattan para actuar, consiguió trabajo como encargada del guardarropa
y fue contratada para un pequeño papel en el musical Hair, en el que finalmente
obtuvo el rol principal.
Mientras
tanto, David Merrick y yo estábamos haciendo audiciones en el teatro Morosco para
mi obra Sueños de un seductor. Sandy Meisner daba una clase de
actuación y le habló a Merrick de una actriz prometedora que era increíble.
Ella vino, leyó para nosotros y nos dejó boquiabiertos. Un pequeño problema era
que parecía más alta que yo, y no queríamos que eso influyera en los chistes.
Como dos chicos de escuela, nos pusimos espalda con espalda en el escenario del
Morosco para medirnos. Por suerte éramos de la misma altura, y Merrick la
contrató.
Durante
la primera semana de ensayos no cruzamos palabra. Ella era tímida, yo era
tímido, y con dos tímidos las cosas pueden volverse bastante aburridas.
Finalmente, por casualidad, hicimos una pausa al mismo tiempo y terminamos
comiendo algo rápido en un local de la Octava Avenida. Ese fue nuestro primer
momento de contacto personal. El resultado fue que me pareció tan encantadora,
tan hermosa, tan mágica, que empecé a dudar de mi cordura. Pensé: ¿puede uno
enamorarse tan rápido?
Cuando
la obra se estrenó en Washington D.C., ya éramos amantes. Por entonces le
mostré mi primera película en privado y la preparé para lo que, según yo, era
un desastre total, un fracaso absoluto. Ella vio Take the Money and Run
que era muy divertida y muy original. Esas fueron sus palabras. Su éxito
demostró que tenía razón, y desde entonces nunca volví a dudar de su juicio. Le
mostré cada película que hice después de eso y llegué a preocuparme solo por su
opinión.
Con
el tiempo, empecé a hacer películas para una sola espectadora: Diane Keaton. No
leía ninguna crítica y solo me importaba lo que ella pensara. Si le gustaba,
consideraba la película un éxito artístico. Si no estaba del todo entusiasmada,
intentaba usar sus observaciones para reeditarla y lograr algo que la dejara
más conforme. Para entonces ya vivíamos juntos, y yo veía el mundo a través de
sus ojos. Tenía un enorme talento para la comedia y el drama, pero también
sabía bailar y cantar con emoción. Además, escribía libros, hacía fotografía,
collages, decoraba casas y dirigía películas. Y, sobre todo, era una persona
divertidísima.
A
pesar de su timidez y de su personalidad modesta, tenía una confianza absoluta
en su propio criterio estético. Ya fuera al criticar una de mis películas o una
obra de Shakespeare, aplicaba el mismo nivel de exigencia. Si creía que
Shakespeare se había equivocado, no importaba cuántos lo alabaran: ella seguía
su propia impresión y no dudaba en criticar al Bardo.
Su
sentido de la moda era, por supuesto, digno de admiración. Sus combinaciones
vestimentarias rivalizaban con los inventos de Rube Goldberg: armaba conjuntos
que desafiaban la lógica, pero siempre funcionaban. Con los años, su estilo se
volvió más elegante.
Durante
los pocos años que vivimos juntos, me enseñó muchísimo. Por ejemplo: antes de
conocerla, nunca había oído hablar de la bulimia. Íbamos a los partidos de los
Knicks y luego a Frankie and Johnnie’s a comer un bife. Se devoraba un sirloin,
patatas, cheesecake de mármol y café. Luego, al llegar a casa, a los pocos
minutos estaba tostando waffles o preparando un enorme taco de cerdo. Yo me
quedaba ahí, atónito. Aquella actriz delgada comía como Paul Bunyan. Años
después, cuando publicó sus memorias, habló de su trastorno alimentario; pero
en ese momento yo solo podía pensar que nunca había visto a nadie comer así
exceptuando un documental sobre ballenas.
Un
detalle interesante: pese a su genio y su sensibilidad para el arte y el teatro
(coleccionaba pinturas y fue una de las primeras en apreciar a Cy Twombly),
Diane Keaton era una pueblerina, una chica sencilla. Debería haberlo notado
desde el principio. Cuando empezamos a salir, yo la miraba a los ojos, a la luz
de las velas, y le decía lo hermosa que era. Ella me miraba fijo y respondía:
“¿Honest Injun?” (“¿De verdad, honesto piel roja?”). ¿Quién habla así, salvo
alguien de una comedia de Our Gang?
Y
luego estuvo la vez que me llevó a conocer a su familia por Acción de Gracias
en su casa del condado de Orange: su madre y su padre, su hermana y su hermano,
la abuela Keaton y la abuela Hall (¿abuela?), y un hombrecito extraño y
desconocido que había conseguido el pavo gratis gracias a su sindicato. Después
de la cena y de hablar de ferias y ventas de garaje, despejaron la mesa,
repartieron monedas y todos, incluso yo, nos sentamos a jugar al póker de
centavos. Jugábamos five-card stud y seven-card stud, pero las apuestas eran
con monedas pequeñas. En ese tiempo yo era un gran aficionado al póker,
acostumbrado a partidas grandes y jugadores disciplinados, así que ahí estaba
yo, apostando y faroleando, intimidando a la abuela Hall y a la abuela Keaton
por fondos de diez centavos. Keaton, la hija actriz, jugaba y apostaba con
ferocidad, como si cada mano valiera mil dólares. Terminé siendo el gran
ganador, con unos 80 centavos. No creo que las abuelas hayan querido volver a
invitarme: pensaron que las estaba estafando.
Ese
era el mundo de Keaton, su gente, su origen. Era asombroso que aquella hermosa
chica de pueblo llegara a convertirse en una actriz premiada y en un ícono de
la moda sofisticada. Tuvimos unos años personales maravillosos, y finalmente
ambos seguimos caminos distintos. Por qué nos separamos solo Dios y Freud
podrían explicarlo.
Ella
siguió saliendo con hombres fascinantes, todos más interesantes que yo. Yo
seguí intentando hacer esa gran obra maestra con la que aún sigo luchando, la
última vez todavía lo intenté. Le bromeaba diciendo que terminaríamos como
Norma Desmond y Erich von Stroheim: ella la estrella, yo su chofer. Pero el
mundo se redefine constantemente, y con la muerte de Keaton se redefine una vez
más.
Hace
unos días, el mundo era un lugar donde existía Diane Keaton. Ahora es un mundo
en el que no. Por lo tanto, es un mundo más gris. Aun así, quedan sus
películas. Y su gran risa todavía resuena en mi cabeza.