El impacto
en la industria del cine ha sido enorme, llegando incluso a posponer los
estrenos que conformaban todo el llamado “verano cinematográfico”, que se
extiende desde abril hasta finales de agosto, provocando una enorme crisis del
sector por ser la época de mayor recaudación de taquillas.
La pandemia
del covid 19 nos confinó en nuestros hogares. El hogar volvió a ser nuestro
refugio del mal que nos acechaba afuera, como el neandertal, excepto que no podemos
ver esta bestia microscópica. Hoy, por ejemplo, el teletrabajo forma parte de
nuestra cotidianidad. Y el disfrutar de las películas en casa se ha
intensificado hasta niveles nunca antes vistos en sus buques insignia: Netflix,
Amazon Studios y Disney +, entre otras.
Lo cierto
es que Hollywood comenzó a cambiar cuando sus grandes estudios fueron
adquiridos por corporaciones y ejecutivos salidos de las escuelas de Economía,
fueron colocados al frente de sus directorios. Fue el final del productor de olfato por los estudiosos de la Big Data. Exactamente lo mismo sucedió
con el negocio del béisbol, con Theo Epstein como principal protagonista.
Antes, los ejecutivos se vanagloriaban de producir filmes como Lawrence de Arabia, El mago de Oz y Casablanca, grandes producciones en las que se ponía en riesgo mucho dinero y sus puestos de gerentes, pero desde la certeza de producir algo trascendente.
Hoy, los
nombres de los héroes han cambiado de forma brutal: ahora hablamos de Edward
Cullen, Katniss Everdeen y Tony Stark. Lo peor: a veces nos preocupan más que
nuestra verdadera familia. Peor aún: van a durar muchos años más.
El
razonamiento es simple: las franquicias llegaron a Hollywood para quedarse.
Las
despiadadas cifras de las taquillas de cada fin de semana dictan las normas,
ponen puntos suspensivos sobre lo que no recibe la atención de los milenials y
endiosan a los que llegan a los primeros puestos.
Antes, una
saga nacía de explorar lo desconocido, de atreverse contra lo establecido. En
1972, cuando Francis Coppola hizo El Padrino, nadie apostaba un
centavo a favor del género de gángsters. En 1977, cuando George Lucas hizo Guerra
de las galaxias, se fue hasta Hawaii para no enterarse del seguro
fracaso hasta días después. En 1982, cuando Steven Spielberg hizo E.T.,
se fue con su compadre Lucas a Hawaii, por las mismas razones.
Las sagas
nacían fruto del atrevimiento de cineastas comprometidos solo con sus
principios, y la maravillosa recepción de los cinéfilos.
Las
franquicias actuales, aunque alguno difiera de este criterio, son productos
diseñados, pensados, producidos y mercadeados para hacer las delicias de un
público poco exigente o muy condicionado por las extraordinarias campañas de
marketing.
Están
diseñados para apostar a “lo seguro”: de las 50 películas más taquilleras del
2012 al 2016, 43 fueron secuelas, spinoffs, adaptaciones de cómics y
adaptaciones de novelas para adultos. De las 7 restantes, 5 fueron filmes de
animación, el único género que ha conseguido explotar de manera factible la
originalidad.
Claro que
cada año trae consigo una excepción a la regla, como Gravedad (que le
consiguió el primer Oscar a un director mexicano, Alfonso Cuarón) o La LaLand, que sacó provecho a la química entre sus protagonistas, Emma
Stone (Oscar a la mejor actriz) y Ryan Gosling (Oscar en el corazón de las
damas).
Esta nueva
época de las franquicias ha dado paso a otro fenómeno: los “universos
cinematográficos”. Ya a estas alturas del juego, todos somos parte del MCU
(Universo Cinematográfico de Marvel), del DCEU (DC Extended Universe, que
abarca los miembros de la “Liga de la Justicia”), del Dark Universe de
Universal (que pretendió reeditar todos los monstruos “clásicos”, planes que se
congelaron con el fracaso de The Mommy (2017); o de los universos
de Star Wars y Pixar ambos, al igual que Marvel, en manos de Disney.
Algunas de
esas franquicias tenían listos sus estrenos para 2020 y se han vistos
precisadas a posponerlos. Rápidos y furiosos 9 se estrenará en
abril de 2021. Igual decisión para Black Widow y la nueva entrega del
agente 007, No Time To Die, saga que inició en 1962.
De hecho,
el único blockbuster que mantiene su fecha de estreno (25 de diciembre), es Wonder
Woman 1984 y, hace apenas unas horas, Warner Bros dio a conocer su temeridad
mercadológica: el estreno será simultáneo con la plataforma HBO Max.
Sin
embargo, la movida más temeraria la hizo Disney con Mulan, la versión de
acción real de su clásico de 1998. Después de par de posposiciones, decidió estrenarla
directamente a través de su plataforma streaming, llenado de estupor (y hasta
ira) a parte de los exhibidores que la tenían como su as bajo la manga para
superar la crisis. Más atrevido aún: no solo había que estar suscrito a Disney
+, sino que había que pagar extra (unos US$30) por el derecho para ver Mulan.
La jugada les salió perfecta: algunas fuentes aseguran que superó los $261
millones de dólares de recaudación en sus primeros días, todos para las arcas
de su productora.
Eso es
apenas la punta del iceberg que muestra la fortaleza de las principales
compañías de streaming. La verdad es que, desde hace años, Netflix y algunos
canales se venían preparando para este momento: en 2016, en Hollywood se
produjeron 454 series originales.
Ese mismo 2016,
los estudios de Hollywood lanzaron 37 blockbusters, entre secuelas, reboots,
spinoffs, adaptaciones y animación. El año anterior la cifra había sido de 24.
En 2009, tan solo fueron 18. La tendencia va en aumento.
Y eso
quiere decir que el negocio funciona: tan solo en el primer mes de pandemia,
Netflix aumentó en 15 millones su cantidad de suscriptores. Desde noviembre,
Disney + se lanzó a la conquista de Latinoamérica y Amazon Studios hace un
discreto, pero efectivo trabajo de promoción.
¿La clave?
Producir algo que el público quiera ver.
Netflix tomó la delantera en los proyectos con vocación de premios (el último bastión para derrotar al Hollywood “tradicional”) con ROMA, un filme extraordinario que se llevó el León de Oro en Venecia y 3 Oscars, incluyendo el segundo como director para Alfono Cuarón, provocando una airada protesta de sectores de Hollywood. Ese pleito lo pagó The Irishman, la joya de Martin Scorsese, ninguneada por el Premio de la Academia.
Para la
próxima Temporada de Premios, todos tienen su joya: Mank, la nueva de David
Fincher, está producida por Netflix; One Night in Miami, dirigida por
Regina King, es de Amazon Studios y Nomadland, de Chloé Zhao y ganadora
del León de Oro en Venecia, será distribuida por Searchligt Pictures (o sea,
Disney).
Por el
momento, las majors de Hollywood solo
aspiran a que llegue la vacuna para el covid 19 y puedan estrenar con las
expectativas comerciales de siempre, sus blockbusters. Pero es obvio que
tendrán que reinventarse, sea creando cada compañía su propia plataforma
streaming, sea buscando la manera de que el público vuelva a las salas detrás
de las luminarias del “Star System”, sea diversificando su catálogo de
servicios.
Igual
camino deben transitar los que conforman la tercera pata de la industria del
cine: los exhibidores, quienes regentean el templo para disfrutar el Séptimo
Arte en pantalla gigante.
Las salas
de cine no van a desaparecer. Pero es imperativo que se reinventen. Todas
cumplen con los protocolos que ordenan las autoridades de salud y están
enfocadas en mejorar el servicio que brindan a sus habituales.
Reinventarse
es la clave para salir de la crisis. Y eso siempre ha sido beneficioso para los
cinéfilos, el Alfa y Omega de la cuestión cinematográfica.
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