De hecho,
el filme debutó en el Festival de Sundance, donde consiguió el Premio Especial
del Jurado. Semanas más tarde, en el Festival de Berlín se alzó con el Oso de
Plata del Gran Premio del Jurado. Aparece en casi todas las listas (incluyendo
la de Pedro Almodóvar) como uno de los mejores filmes del año y, de seguro, conseguirá
varios trofeos en la próxima Temporada de Premios.
Es simple:
Hittman ha construido un drama desgarrador de la traumática experiencia del
aborto para una adolescente que apenas consigue comunicarse con su mamá. De su
papá, no tenemos la menor pista, brilla por su ausencia. Para ello, la
directora ha empleado recursos mínimos: prácticamente dos adolescentes permanecen
en pantalla todo el tiempo (sobretodo Sidney Flanigan, anoten su nombre para
cuando lleguen las nominaciones) que se reparten el peso dramático del filme,
el peso del secreto compartido y el peso del viaje hasta las entrañas de la
Gran Manzana, en un ejemplo de extraordinaria sororidad, expresada en eternos apretones de manos.
Este viaje
no es una fiesta. No hay postales de Central Park, ni la Quinta Avenida. Nueva
York es una ciudad fría, oscura, sucia, deprimente que se engulle a estas
víctimas abandonadas a su propia suerte, entre los vagones del subway. Frente
al mínimo calor que proviene del confort de una ciudad pequeña, se opone la
metrópolis que nos despersonaliza, en la que somos un número de seguridad
social y en la que nadie ofrece nada a cambio de nada.
Hittman
persigue a sus protagonistas, pero no las acosa. Nos convierte en testigos
excepcionales de la indiferencia con la que se pasean entre túneles, entre rutas
hacia ninguna parte, ese duro camino de la desesperanza tan brutal como
inexpugnable.
Hittman tampoco se permite juicios morales: simplemente denuncia la inequidad
del sistema de salud de Estados Unidos, cuyos funcionarios son muy amables y competentes, pero tienen la terrible tarea de hacer las preguntas pertinentes, cuyas devastadoras respuestas se enmarcan en las opciones que describe el título. No quiero imaginarme lo que será en
Dominicana, en donde permanecemos en la Edad Media con relación a ese tema. Es la
virtud del cine independiente: como no hay ninguna major cuidando su cuantiosa inversión ante el temor de que el filme
sea rechazado por el gran público (o que el tema no resulte de su agrado) e
incluso deben aparecer en la lista de prohibidos de los sectores más conservadores
de esa nación.
A lo largo
del filme se respira un aire a Cinema Verité que, por supuesto, está alejado del
despropósito fílmico de Hollywood. Este filme está hecho con la intención de
mostrar una realidad que no resulta placentera para nadie. Para eso se necesita
el valor y la osadía de desafiar los estándares de “lo soportable” para
Hollywood. Por supuesto, no se trata de mostrar, se trata de “hacer sentir” y
Hittman cumple a plena cabalidad con su propuesta.
Nunca, casi nunca,
raras veces, siempre es un filme que no permite la indiferencia como respuesta. O lo amas o
lo odias. Pero, más allá de las subjetividades de cada quien, abre las
posibilidades para conversar sobre uno de los problemas más terribles que
enfrentan las jóvenes del siglo XXI.
Voy más
lejos: Nunca, casi nunca, raras veces, siempre es una de esas
películas destinadas a crecer conforme pasa el tiempo. Destinada a ser debatida
(y comprendida en toda su extensión) tan pronto nos recuperamos del estupor. El
problema es que mucha gente tarde años en ese proceso.
Pero nadie,
absolutamente nadie puede rebatirle que es uno de los mejores títulos del
pandémico 2020.
Nunca, casi
nunca, raras veces, siempre (2020). Dirección y guion: Eliza Hittman; Fotografía:
Hélène Louvart; Edición: Scott
Cummings; Música: Julia Holter; Elenco: Sidney Flanigan, Talia Ryder, Théodore
Pellerin.
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