En estos días se cumplen 100 años del nacimiento de Marlon Brando, para muchos (incluyéndome) el mejor actor que ha tenido el cine en toda su historia. Es justo, entonces, repasar algunos de los aspectos de su atormentada vida.
Decía
Kim Hunter, su compañera de reparto en Un tranvía llamado Deseo,
que lo mejor del intérprete era su increíble
sentido de la verdad: “Puede tomar algunas malas decisiones en
los papeles que desempeña, pero lo único que no puede ser es falso. Creo que por
eso no le gustaba mucho actuar, porque siempre sacaba de su interior cosas
dolorosas de su vida que luego trasladaba a su personaje”.
Nacido
en abril de 1924 en Nebraska, Brando creció con una madre alcohólica y un padre
ausente y severo, también aficionado a la bebida, que le pegaba y
menospreciaba. En su autobiografía contó que los traumas que sufrió en casa le causaron problemas
en el colegio y el instituto, de donde le echaron a los 17
años: “Era el niño malo de la clase, tenía que sentarme debajo de la mesa de la
profesora, donde mi actividad principal era mirar por debajo del vestido”.
A los
19, tras haber sido expulsado de una academia militar, se asentó en Nueva York,
donde comenzó su carrera en el teatro. Aunque siempre se le ha asociado con el Actors Studio, su contacto con esta
famosa institución fundada en 1947 fue puntual y siempre condicionado a dos
aspectos. El primero, su formación previa con la actriz Stella Adler, quien le
acogió en su familia culta e intelectual y fue la persona que le animó a
encaminar sus pasos hacia la interpretación. El segundo, el hecho de que su
admirado Elia Kazan fuese uno de los profesores de la mítica escuela.
La
frivolidad con la que Brando hablaría del Actors
Studio, por el que pasaron las grandes estrellas de la época, tenía algo
que ver con la animadversión que sentía hacia Lee Strasberg, que se hizo con la
parte creativa del centro. El profesor de actores había tenido fuertes
discusiones con Stella Adler sobre la manera de interpretar las ideas de
Stanislavsky, lo que de algún modo condicionó la opinión de Brando.
En
realidad, Brando mantuvo a lo largo de su carrera una intensa relación de amor-odio con el arte dramático. “Actuar
es una ilusión, una forma de desaire histriónico, y, para llevarla a cabo, un actor
debe tener una intensa concentración”, apuntó una vez. “Antes de entrar en una
escena, la estudio, casi la psicoanalizo. Luego lo hablo con el director y
luego lo ensayo. Cuando comienza el rodaje, me pongo tapones en los oídos para
eliminar los ruidos extraños que inevitablemente alteran la concentración”.
Ocho
veces estuvo nominado al Oscar, un premio que le dieron en dos ocasiones. El primero lo consiguió en 1955 por el drama La
ley del silencio, de Elia Kazan, que ya le había dirigido
en la obra teatral de Tennessee Williams que le dio a conocer. Aunque Brando se
resistió al principio a aceptar el papel protagonista para esta película,
porque veía con desagrado el hecho de que su director hubiera delatado en 1952
a ocho compañeros del partido comunista y a siete izquierdistas más ante el
famoso Comité de Actividades Antiamericanas del senador McCarthy.
Su
generoso salario le ayudó bastante en la faceta de activista que mantuvo
durante mucho tiempo. Además de luchar por los derechos civiles de los negros
en Estados Unidos, fue un profundo
admirador de la Revolución Cultural china (1966-1976): “Mao
Tse-Tung fue el último gigante”, llegó a afirmar sobre el líder de este
movimiento sociopolítico, contribuyó a financiar a los Panteras Negras y
se convirtió en un defensor a ultranza de la comunidad india. “La actitud de
Estados Unidos con respecto a los indios aborígenes de su propia tierra es
injusta, vergonzosa y no tiene ningún equivalente en la historia”, comentó en
su momento.
Cuando
en marzo de 1973 se alzó con la segunda estatuilla dorada por El
Padrino, de
Francis Ford Coppola, la activista indígena Sacheen Littlefeather subió al
escenario del Oscar para rechazar en nombre de Brando el premio a Mejor Actor
con una crítica a la estereotipada imagen que Hollywood daba de las comunidades
indias. Ese mismo año, estrenaba El último tango en París, de
Bernardo Bertolucci.
Sobre el
motivo de su progresiva decadencia, algunos coinciden en señalar que Hollywood no estuvo a la altura de Brando.
El actor estadounidense Rod Steiger, que encarnó a su hermano mayor en La
ley del silencio, señaló que Brando “estaba en una posición
única. Podría haber hecho cualquier cosa. Pero eligió no hacerlo”. Pese a todo,
la gente se interesaba por sus andanzas y sus últimas contrataciones fueron millonarias.
Su
negocio más redondo fue su intervención en Superman (1978), por la que cobró cerca
de cuatro millones de dólares, más un porcentaje de los ingresos brutos. Al
final pudo facturar alrededor de 14 millones de dólares por 10 minutos de
tiempo en pantalla, mucho más de lo que recibió el protagonista del filme,
Christopher Reeve. Su más celebrada breve participación fue en Apocalipsis
Now (1979), de nuevo a las órdenes de Coppola.
Ya en
los últimos tiempos, cuentan, vivía bastante apartado del mundo. La última vez
que abandonó su casa de California, en el verano de 2003, fue para alojarse en
el rancho Neverland del cantante
Michael Jackson, quien por lo visto era uno de sus amigos más íntimos. Desde
luego es probable que compartiera con él cierto sentimiento de rebelión,
soledad e infancia perdida. Brando tenía 80 años cuando, en julio de 2004, una
fibrosis pulmonar se llevó por delante una vida llena de experiencias intensas.
Siempre quedará al menos su obra, testimonio de la extraordinaria capacidad que
poseía para su oficio.
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