En octubre de 2019, más de un millón de personas salieron a protestar en las calles de Santiago de Chile por más democracia, por una vida más digna, una mejor educación, un mejor sistema de salud y una nueva constitución. Independientemente de los motivos, semejante explosión social es música para los ojos y los oídos de cualquier documentalista. Y Patricio Guzmán es uno de los mejores de Latinoamérica.
Guzmán
estuvo al lado de Salvador Allende en los eventos de su elección como
presidente y el posterior golpe de estado encabezado por Pinochet. Logró salir
al exilio y salvar una copia de La batalla de Chile (1975-1979),
trilogía que lo dio a conocer en todo el mundo. Las desgarradoras imágenes del
bombardeo al Palacio de la Moneda logradas por Guzmán, deben estar entre las
más difundidas del cine latinoamericano.
Desde el
exilio, Guzmán ha construido una sólida carrera como documentalista teniendo a
Chile como tema central. A partir de su capacidad creativa y su memoria, hemos
conocido y viajado por el Chile de su infancia y su adolescencia y que, al
primer asomo de la primavera, tuvo que abandonar.
En años
recientes, Guzmán ha logrado otra trilogía excepcional: Nostalgia de la luz (2010,
Premio mejor documental en Guadalajara y Miami, Premio TFCA), El
botón de nácar (2015, Premio del Jurado Ecuménico y Mejor guion en
Berlín y Platino al mejor documental) y La cordillera de los sueños (2019,
Ojo de Oro en Cannes y Goya a Mejor Película Iberoamericana). Estos
documentales son canvas en que Guzmán se permite a sí mismo reflexionar sobre
ciencia, metafísica y política, en una mezcla que resulta absolutamente
novedosa, íntima y maravillosa.
El
estallido social de octubre de 2019 le brindó a Guzmán una oportunidad única:
conciliar el Chile de sus sueños y su memoria, con el Chile que daba indicios
de despertar. En medio de las bombas, del gas lacrimógeno, de las baldosas
convertidas en armas, de los excesos, ahí estuvo Guzmán con su cámara buscando
el sentido de todo aquello.
Hablando de
excesos, la policía de Sebastián Piñera estrenó un método para infundir terror:
disparaba sus balines a los ojos de los manifestantes y se cuentan por cientos
los que sufrieron lesiones en la vista, algunos quedando completamente ciegos.
Debe ser que molesta que la gente se dé cuenta de los cuentos que se han
inventado a lo largo de tantos años. Debe ser que molesta que el pueblo quiera
abrir los ojos para ver todo lo que han ocultado.
En Mi
país imaginario, Guzmán se fija en los pequeños grandes detalles:
ningún político ni personalidad llamó al pueblo a lanzarse a las calles, todo
fue pura espontaneidad; nadie era líder del movimiento ni había nada que
negociar: las demandas tenían años en espera de los ciegos y sordos; muchos se
sintieron en el centro de la Historia, ese inexpugnable llamado que solo ocurre
una vez en la vida, cuando se cree posible construir tu propio destino.
Y, como es usual, una experiencia aleccionadora: los más, siempre debemos reclamar a los menos todas las deudas pendientes. Son muchas. Pero para eso tenemos el porvenir.
Mi país
imaginario (2022). Dirección y guion: Patricio Guzmán; Fotografía: Samuel Lahu;
Edición: Laurence Manheimer; Música: José Miguel Miranda, Miguel Miranda, José
Miguel Tobar.
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