En 2000, Alejandro G. Iñárritu tomó por asalto el
escenario cinematográfico mundial con una brillante ópera prima, Amores perros, que sirvió también de
plataforma para que nos iluminara el talento de Gael García Bernal. Luego nos
enteramos de que ese filme era la primera parte de la Trilogía del Dolor, concebida junto al guionista Guillermo Arriaga,
que se completaría con: 21 gramos
(2003) y Babel (2006).
Quedaba claro que lo de Iñárritu no era una casualidad:
sabía contar historias, aprovechaba al máximo el talento de sus talentos
(actores y técnicos) y dibujaba unos personajes atrapados en conflictos
mundanos, castigados por sus propios fantasmas tóxicos: soberbia, envidia, estupidez
y un etcétera más largo que el carajo.
Luego, en plena madurez de su ejercicio como director,
nos brindó una joya incomprendida: Biutiful
(2010), que confirmaba sus constantes, y a Javier Bardem como uno de los
grandes actores del cine contemporáneo. Para
el libreto de este filme se reforzó con talentos de lujo: Nicolás Giacobone y
Armando Bo. Ellos están presentes en Birdman,
junto a Alexander Dineralis y al propio Iñárritu.
Habitualmente cuatro firmas en un guión levanta
suspicacias. En este caso, es indudable que el aporte de cada uno permite
construir personajes con una profundidad sicológica notable y que permite a sus
actores volar por los cielos (como superhéroes) y salvarles su integridad
dramática. Especial mención para Michael Keaton, Edward Norton y Emma Stone,
todos nominados al Oscar.
Lo del director de fotografía Emmanuel Lubezki, ganador
del Oscar por Gravedad y un
habitual de Terrence Malick (El nuevo
mundo, El árbol de la vida,
To the Wonder), es de una
perfección que raya en lo increíble: Birdman
está rodada en una serie de planos-secuencia que parecen un único plano. Lo del
músico Antonio Sánchez con su solo de batería (que marca el estado de ánimo de
nuestro protagonista a lo largo de todo el filme) es como para que le premien
por lograr más con menos: un solo de batería.
Con Birdman,
Alejandro G. Iñárritu se consolida como uno de los mejores directores del
Hollywood contemporáneo: es uno de los mejores filmes del año. Una lástima que
compita al Oscar el mismo año que Richard Linklater (quien va a ganar) porque
hubiese sido extraordinario que otro mexicano se llevara la estatuilla,
siguiendo los pasos de Alfonso Cuarón.
La virtud del actor.
El Actor es un Dios que crea (y destruye) un personaje en
cada presentación. Maravilloso oficio que le permite ejercitar la virtuosa
capacidad de vivir otras vidas, mentir y convencernos de su verdad, desnudar su
alma en el escenario y cosechar el aplauso, al que se hace adicto. El aplauso
que alimenta al ego. El ego que es el cáncer del alma. El alma que necesita los privilegios que trae incluida la satisfacción de una misión cumplida
frente al público que le alienta a seguir, ojo, buscándose en las profundidades
del ser. Esa búsqueda que es una trampa
de tarea eterna y que nunca culmina de forma satisfactoria para nadie. Todos se
marchan del teatro y nos dejan solos.
Es cuando el miedo se apodera del alma y entra en vigencia
la soberbia como escudo protector contra la soledad del poder. El poder de
exigir todas las excentricidades que la vida nos ha negado y que, de golpe y
porrazo, una asistente frenética consigue en cualquier rincón de la ciudad.
Aquí es cuando nace la celebridad.
La ignorancia de la celebridad.
La Celebridad es el bufón del siglo XXI pero no lo sabe
todavía. Su existencia depende de la cantidad de portadas de revistas que
genera, de la cantidad de taquillas que vende. Adicta totalmente de las redes
sociales, que si una foto en Instagram, que si un comentario en Twitter, que si
un paparazzi a la salida del lounge. Para el caso, vende su alma al mejor postor
de Hollywood (habitualmente, también el menos dotado de ideas) y su intimidad a
la sociedad enferma de morbo que consume los detalles más sórdidos de la vida
de los famosos con un deleite que espanta.
La celebridad no lo sabe y si lo sabe, no quiere
admitirlo: sólo dispone de 15 minutos de fama antes de que otra celebridad con
igual necesidad de llamar la atención y mayor desvergüenza, le robe los
titulares de prensa y los seguidores de Facebook. De aquí, la disposición de,
si fuese necesario, volarse la cabeza en el escenario para lograr la buena
crónica que arrastrará a los fanáticos y curiosos (y hasta detractores) a comprar la taquilla para la
próxima función. De aquí, la disposición de encajarse el uniforme de superhéroe
hasta que Hollywood decida que basta.
La celebridad es presa de su miedo a convertirse en una
persona común y corriente. Pero no lo sabe todavía.
Nada es verdad, nada es mentira.
En un mundo tan competitivo como el teatro en Broadway, donde los
buitres de la mediocridad acechan esperando la hora de celebrar, fracasar no
está permitido.
Esa delgada franja en donde nada es verdad y nada es
mentira es el fango en el que se debate nuestro protagonista en sus ganas de
ser más actor y menos celebridad. El vozarrón de su conciencia le atormenta con
los consejos de cualquier amigo conformista: apuesta a lo seguro, renuncia a tu
sueño, ponte otra vez el traje de Birdman,
que eso no e’ná.
Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) (2014).
Dirección: Alejandro G. Iñárritu; Guión: Nicolás Giacobone, Armando Bo,
Alexander Dineralis, Alejandro G. Iñárritu; Fotografía: Emmanuel Lubezki;
Edición: Douglas Crise y Stephen Mirrione; Música: Antonio Sánchez; Elenco:
Michael Keaton, Edward Norton, Emma Stone.
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