(Gabriel García Márquez conoció el oficio de narrar como pocos. Lo que sigue es un extracto del libro “Cómo se cuenta un cuento”, que registra las sesiones del taller de guiones impartido por el colombiano en la Escuela Internacional de Cine y TV.)
La realidad
me jugó una mala pasada cuando estaba escribiendo El otoño del patriarca.
Había imaginado un atentado que no se parecía a los habituales: aquí le ponían
al dictador una carga de dinamita en el baúl del carro. Pero resulta que la
esposa del dictador toma el carro para ir de compras y en el camino el carro
estalla y va a parar al techo del mercado. Me quedé tranquilo con esa imagen
del carro volando por los aires porque francamente, me pareció muy original. Y
a los tres o cuatro meses en Madrid le hacen a Carrero Blanco un atentado
exactamente igual.
Me dio
rabia. Todo el mundo sabía que yo estaba escribiendo la novela en Barcelona por
esa misma época; nadie iba a creer que aquello se me había ocurrido a mí mucho
antes. Así que tuve que inventar un atentado totalmente distinto: llevan al
mercado unos perros carniceros, especialmente entrenados, y cuando llega la
mujer del dictador los perros se abalanzan sobre ella y la despedazan. Después
me alegró que se me jodiera el atentado del carro. Todavía me sigue alegrando.
El de los perros es más original y está más dentro del espíritu de la novela.
Aunque uno
no debería preocuparse demasiado por eso; si una escena no funciona o se cae,
¿qué le vamos a hacer?, hay que buscar otra. Lo curioso es que casi siempre se
encuentra una mejor. Si uno se hubiera dado por satisfecho con la primera,
habría salido perdiendo. El problema más serio se presenta cuando uno encuentra
de entrada la mejor. Entonces sí que no hay nada qué hacer. Pero ¿cómo saberlo?
Es como saber cuándo está lista la sopa. Nadie puede saberlo si no la prueba.
Pero
volviendo a las semejanzas, no debemos dejar que nos asusten, siempre que no se
relacionen con aspectos esenciales de la historia. Porque lo cierto es que hay
historias muy distintas que, sin embargo, tienen muchas cosas en común. Hay que
aprender a desechar. Un buen escritor no se conoce tanto por lo que publica
como por lo que echa al cesto de la basura. Los demás no lo saben, pero uno sí
sabe lo que echa a la basura, lo que va desechando y lo que va aprovechando. Si
desecha es que va por buen camino. Para escribir uno tiene que estar convencido
de que es mejor que Cervantes; si no, uno acaba siendo peor de lo que en
realidad es. Hay que apuntar alto y tratar de llegar lejos. Y hay que tener criterio
y, por supuesto, valor para tachar lo que haya que tachar y para oír opiniones
y reflexionar seriamente sobre ellas. Un paso más y ya estamos en condiciones
de poner en duda y someter a prueba incluso aquellas cosas que nos parecen
buenas.
Es más, aunque
a todo el mundo le parezcan buenas, uno debe ser capaz de ponerlo en duda. No
es fácil. La primera reacción que uno tiene, cuando empieza a sospechar que
debe romper algo, es defensiva: "¿Cómo voy a romper esto, si es lo que más
me gusta?" Pero uno analiza y se da cuenta de que, efectivamente, no
funciona dentro de la historia, está desajustando la estructura, contradice el
carácter del personaje, va por otro camino... Hay que romperlo y nos duele en
el alma... el primer día. Al día siguiente, duele menos; a los dos días, un
poco menos; a los tres, menos aún; y a los cuatro ya uno ni se acuerda.
Pero mucho
cuidado con andar guardando en lugar de romper, porque existe el peligro, si el
material desechado está a mano, de que uno vuelva a sacado para ver si
"cabe" en otro momento. Lo difícil es enfrentarse solo a esa disyuntiva,
porque el guionista está solo y él solito tiene que escoger. El trabajo del
guionista no sólo exige ese nivel de perspicacia. Exige también una gran
humildad. Uno sabe, como guionista, que está en una posición subalterna con
respecto al director. Uno es el amanuense del director o, por lo menos alguien
que lo está ayudando a pensar. La historia es de uno sí, pero uno sabe que, al
fin y al cabo, cuando pase a la pantalla, será del director.
Yo nunca he
visto en pantalla un solo fotograma que pueda llamar mío. No sé cuántos guiones
llevo hechos, unos buenos, otros malos, y al final lo que veo en pantalla nunca
es lo que yo tenía en la cabeza. Siempre imaginaba los encuadres totalmente
distintos. A veces me esmeraba indicándole al director, por medio de un dibujo,
la forma en que yo veía el encuadre o la puesta en escena. “Mira —le decía— la
cámara está aquí; este personaje está en primer plano y este otro de espaldas;
si la cámara se mueve hacia aquí, este otro personaje aparece al fondo...” Iba
a ver la película y, en efecto, los encuadres eran totalmente distintos; el
director había hecho la escena a su manera. Si uno quiere ser guionista y
seguir siendo guionista, tiene que aceptar eso.
Casi todos
los guionistas sueñan con ser directores y a mí me parece bien, porque todo
director debería ser capaz de escribir un guion. Lo ideal sería que la versión
final de un guion la escribieran juntos el director y el guionista.
Y ya que
estamos hablando del dúo, hablemos también del trío. Me refiero al productor.
He insistido en que la Escuela trate de incluir en sus planes un curso de
Producción Creativa. Suele creerse que el productor es el tipo que está ahí
para evitar que el director se gaste la plata antes de tiempo. Craso error.
Muchas veces uno se da cuenta de que determinada película es mala porque falló
el trabajo de producción.
Hace poco
supe de un productor que estaba feliz porque había obligado al director a
someterse a un presupuesto rígido..., y cuando vi la película me di cuenta de
lo que había logrado con eso. Empezando por los actores. En lugar de dos
actores de primera, A y B, que hubieran sido los idóneos, el director había
tenido que utilizar a C y D, dos actores más baratos..., en todos los sentidos.
El resultado estaba a la vista. La falta de plata se notaba por dondequiera y,
de hecho, acabó con la película. Lo barato salió caro, como siempre sucede.
El
productor debe saber que él no es simplemente un empresario, un financista; su
trabajo requiere imaginación e iniciativa, una dosis de creatividad sin la cual
la película se resiente. Si uno se empeña en escribir un guion, no debe
desanimarse por los obstáculos. Al destino del guionista hay que oponer el
honor del guionista. Hay que tratar de escribir guiones óptimos, aunque después
los directores hagan barbaridades con ellos. Y repito: para hacer un buen guion
no queda más remedio que tachar y tirar muchos papeles al cesto de la basura.
Eso es lo que se llama tener sentido autocrítico, el shit-detector de que habla Hemingway.
El director
con quien mejor trabajo es Ruy Guerra, porque no se siente cohibido conmigo; me
dice francamente lo que tiene que decirme, y listo. Y viceversa. Yo le tengo un
gran respeto como director y creador, pero eso no me impide hablarle
francamente. Lo que no sirve, no sirve, y hay que tirarlo, venga de donde
venga. El asunto es evitar que llegue a la pantalla.
Hay historias que, aunque no parezcan muy originales, lo son: no recuerdo haber leído antes esa historia, ni haberla visto nunca. Uno se imagina lo que va a pasar, pero no importa porque está bien contada. Está contada en el tono que requiere la historia, otra cosa en la que uno se equivoca mucho: tenemos la historia y creemos que ya todo está resuelto, pero de pronto empezamos a escribir y equivocamos el tono, o el estilo. Puede darse el caso de que lleguemos a un callejón sin salida. Por suerte, todos llevamos dentro una especie de pequeño argentino que nos va diciendo lo que tenemos que hacer.
Y
digo por suerte porque hay muchos métodos para escribir guiones, pero la verdad
es que ninguno sirve: cada historia trae consigo su propia técnica. Para el
guionista lo importante es poder descubrirla.
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