(Ingmar Bergman es uno de los grandes directores que ha tenido el Cine. Muchas de sus reflexiones sobre el Séptimo Arte se dan como axiomas necesarios para los que aprenden el oficio. Compartimos sus tres “mandamientos” a la hora de hacer películas. Estos párrafos pertenecen al libro “Los archivos personales de Ingmar Bergman”. Décadas después, seguimos aprendiendo del Maestro. –José D’Laura)
El primer
plano, si se compone de manera objetiva, y se dirige e interpreta a la
perfección, es el medio más contundente a disposición del cineasta, al tiempo
que supone la prueba más certera de su competencia o incompetencia. El defecto
o el exceso de primeros planos demuestra a las claras la naturaleza del
director y su grado de interés por las personas.
La
simplicidad, la concentración, el conocimiento absoluto y la perfección técnica
deben ser los pilares sobre los que se asiente cada escena y secuencia. Sin
embargo, por sí mismos no bastan. Lo más importante sigue sin estar presente:
esa chispa íntima de vida que aparece o no por voluntad propia, que es crucial
e indomable.
Por
ejemplo, sé que para preparar una escena hay que ultimar hasta el más mínimo
detalle. Entonces tiene lugar la toma. Por experiencia sé que la primera toma
suele ser la más feliz, porque es la más natural. Esto ocurre porque los
actores intentan crear algo; su impulso creativo emana de su identificación
natural. Creo que es eso lo que me impulsa a hacer cine. El desarrollo y la
retención de una chispa de vida repentina me compensa por los miles de horas de
gris melancolía, padecimientos y tribulaciones…
Mucha gente
imagina que la industria del cine comercial carece de moral o que se fundamenta
de manera tan definitiva en la inmoralidad que no es posible mantener un punto
de vista artísticamente ético.
Nuestro
trabajo se asigna a hombres de negocios, que en ocasiones lo observan con
aprensión porque tiene que ver con algo tan poco fiable como el arte. Y frente
a todas estas personas que contemplan nuestra actividad con recelo, es mi deber
enfatizar que su moralidad es tan válida como cualquiera y tan absoluta que
resulta casi bochornosa. Pese a ello, he descubierto que soy como un inglés en
el trópico, que se afeita y se acicala para cenar cada noche. No lo hace para
complacer a la fauna salvaje, sino a sí mismo. Si abandona su disciplina, la
jungla le habrá vencido. Sé que, si adopto un punto de vista moralmente débil,
habré sucumbido a la jungla.
De ahí que
haya ideado un credo basado en tres mandamientos. Resumiré muy sucintamente su
enunciación y su significado. Este credo se ha convertido en la base de mi
actividad en el mundo del cine. El primer mandamiento puede sonar indecente,
pero en realidad es de una gran moralidad: Entretendrás
siempre.
El público
que ve mis películas y me da de comer tiene derecho a esperar entretenimiento
de mi parte, a sentir escalofríos, a divertirse y vivir una experiencia con
alma. Soy responsable de proporcionar esa vivencia. Esa es la única
justificación para mi actividad.
Pero ello
no implica que deba prostituir mi talento, o al menos no por completo, porque
entonces infringiría el segundo mandamiento: Obedecerás tu conciencia artística en todo momento.
Este es un
mandamiento peliagudo porque, obviamente, me impide robar, mentir, prostituir
mi talento, matar o falsear. Sin embargo, diré que sí me permite falsear si
está artísticamente justificado; y también mentir si la mentira es bella; y
matar a mis amigos, a mí mismo o a cualquiera si ello ha de contribuir a mi
arte; también me permite prostituir mi talento si contribuye a mi causa, y
robar si no queda más remedio. Si uno obedeciera la conciencia artística a pies
juntillas, entonces se convertiría en una especie de equilibrista sobre una
cuerda floja y se marearía tanto que en cualquier momento podría caerse y
romperse el cuello.
El júbilo
de la creación, que es algo de una belleza y alegría imperecederas, está
íntimamente relacionado con el necesario temor de la creación… Para fortalecer
mi voluntad y evitar resbalar y caer en la zanja, tengo un tercer y suculento
mandamiento: Crearás cada película como
si fuera la última.
Hay quien
puede imaginar que este mandamiento es una paradoja divertida o un aforismo sin
sentido, o quizá simplemente como una frase bella sobre la vanidad absoluta de
todo. Sin embargo, no es ese el caso. Es pura realidad. En Suecia la producción
cinematográfica se detuvo durante todo el año 1951. Durante mi inactividad
forzosa descubrí que, debido a complicaciones comerciales y sin error alguno
por mi parte, podía verme de patitas en la calle en un abrir y cerrar de ojos.
No me quejo, ni tengo miedo ni me enojo; solo he inferido una conclusión lógica
y altamente moral de la situación; cada película es la última que hago.
Yo solo soy
leal a una cosa: la película en la que estoy trabajando. Lo que viene (o no
viene) después es insignificante y no me provoca ansiedad ni añoranza. Eso me
infunde seguridad y confianza artística. La seguridad material es en apariencia
limitada, pero considero la integridad artística infinitamente más importante y
por ello me rijo por el principio de que cada película es la última que hago.
Eso me da
fuerzas en otro sentido. He visto a demasiados cineastas cargar con el peso de
la ansiedad y, pese a ello, seguir adelante y cumplir sus deberes. Agotados,
mortalmente aburridos y sin experimentar placer alguno, han acabado su trabajo.
Han padecido humillaciones y afrentas por parte de productores, críticos y
público sin rechistar, sin rendirse, sin abandonar la profesión. Con un cansino
encogimiento de hombros han realizado sus contribuciones artísticas hasta irse
apagando o encontrarse en la calle.
No sé
cuándo llegará el día en que el público me reciba con indiferencia, y quizá
entonces me disguste conmigo mismo. El cansancio y el vacío caerán sobre mí
como un saco gris y polvoriento y el miedo lo sofocará todo. Me encontraré cara
a cara con el vacío. Y cuando eso ocurra depondré las armas y abandonaré la
escena, por voluntad propia, sin acritud y sin amargarme pensando si mi obra ha
sido o no útil y auténtica desde el punto de vista de la eternidad. Los sabios
medievales, que tenían una gran visión de futuro, acostumbraban a pernoctar en
sus ataúdes para no olvidar nunca la tremenda importancia de cada momento y la
naturaleza efímera de la propia vida. Sin adoptar medidas tan drásticas e
incómodas, me endurezco frente a la aparente futilidad y la veleidosa crueldad
del cine con la más firme convicción de que cada película es la última que
hago.
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