Cada
fotograma de Dolor y gloria habla de Pedro Almodóvar. Indudablemente, todo
es Pedro y Pedro lo es todo. También ese alter ego que moldea con precisión y
saca del espejo en que se refleja Antonio Banderas, arsenal de gestos y manías,
justamente premiado en Cannes y con posibilidades de Oscar. No digo más.
La
autoficción, en cualquier rama del arte, es la más difícil de ejercer porque
implica desnudarse en el escenario para que todos te esculquen las marcas que
deja la vida en la piel, para que todos te diseccionen como animal de
laboratorio.
Los sueños
del dolor.
Habitualmente,
los filmes de Almodóvar son un homenaje a otros filmes y libros que el director
devora en soledad. Almodóvar es el fruto de todo el cine que ha visto, de todos
los libros que ha leído, de todos los amores que han sido, reales o
imaginarios.
En Dolor
y gloria percibimos un imaginario muy preciso: desde El
libro del desasosiego de Fernando Pessoa (curiosamente también usaba un
alter ego que firmaba su obra) hasta Nada crece a la luz de la luna, de
Torborg Nedreaas, la historia de una mujer que cuenta su vida y sus secretos,
pasando por Cómo acabar con la contracultura, de Jordi Costa, en que se
analiza La Movida, movimiento del que Almodóvar es pieza esencial, por filmes
como Átame
(1989), también protagonizado por Antonio Banderas. ¿Me comprendes?
Claro
que también se escucha a Chavela Vargas.
El niño
Salvador lo tiene clarísimo: “escribir es como dibujar con letras”. Al otro
Salvador le acompañarán por siempre el olor a orina y jazmín de su cine de
barrio, y los recuerdos de Natalie Wood y Marilyn (Monroe, ¿cuál más?).
La soledad de la gloria.
Mallo
aprovecha un reposo posoperatorio para escribir El primer deseo. El guion
de Dolor
y gloria, surge del reposo obligatorio que tomó Almodóvar luego de una
operación en la espalda. ¿Me comprendes?
Salvador
Mallo, el personaje central de Dolor y gloria, es Almodóvar en la
misma medida que habita sin recelos su espacio en su viaje heroinómano en que,
de golpe y plumazo, aterriza en la infancia que le formó el carácter, entre la
pobreza más espantosa y blanca y los sueños más desmesurados.
Salvador
Mallo es Almodóvar en la misma medida en que padece sus mismos dolores de
espalda, su migraña, su humor. Pero esos problemas se resuelven con
ansiolíticos de colores. Lo verdaderamente preocupante son las heridas del
alma.
Para
esas heridas, el único remedio es escribir y dirigir películas, exorcizar
fantasmas, conciliar pasajes incompletos, promesas incumplidas en nuestro
corazón. Solo rodar una película, y toda la adrenalina involucrada en la
aventura, pueden distraernos del desasosiego de los pendientes de la vida.
La
gloria de Almodóvar es la del maestro que domina su oficio a la perfección,
difuminando las fronteras entre realidad y ficción, entre sueño y vigilia, con
una imaginación que desborda cualquier intento de describirla con propiedad.
Su
gloria es la de armar un filme en que la inteligencia dramática se convierte en
el mejor aliado de su natural sutileza emocional. Su gloria es la de lograr una
película en que todo se respira en armonía envidiable, en una especie de perfección
orgánica para los elementos de su lenguaje, entre los que sobresale la
actuación de Banderas.
Almodóvar
lo tiene clarísimo: “Todo en mi cine es representación, siempre he huido del
naturalismo, no pretendo que mis películas parezcan reales. Pero sí pretendo
que el espectador se reconozca en ellas”. Una vez más: ¡misión lograda!,
Maestro.
Dolor y
gloria (2019). Dirección y guion: Pedro
Almodóvar; Música: Alberto Iglesias;
Fotografía: José Luis Alcaine; Edición:
Teresa Font; Elenco: Antonio
Banderas, Asier Etxeandia, Penélope Cruz, Leonardo Sbaraglia.
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