(Vacaciones de Pascua es igual a Buen Cine: la fórmula que me redime cada año. Y como el Cine siempre es un viaje y
siempre es un sueño, hice mis maletas y abordé el vuelo con destino a Grecia,
para conocer un poco más de Theo Angelopoulos, uno de los mejores cineastas de
nuestro tiempo. Agradezco la cinéfila complicidad de Alberto Ramos. –José)
“Al principio Dios creó el viaje, después la duda y la nostalgia”.
Al final de
Simón
del desierto, Luis Buñuel no tiene piedad con su personaje: lo abandona
completamente desesperanzado ante Carne radioactiva, el baile al que
todos se entregan frenéticos y desafiantes. No hay voluntad que valga y ya
nunca seremos los mismos de ayer. En ese mismo estado de desconcierto me dejan
las películas de Angelopoulos: abatido por las penas humanas de gente que no
he conocido ni conoceré. Así de magistral es el cine de este genio de la niebla
y la nostalgia.
Angelopoulos
nació en Atenas, menudo compromiso con la historia griega y su pesada herencia
cultural. A pesar de su ascendencia mediterránea, en sus filmes predominan los
paisajes fríos, grises y pétreos de las montañas del norte de Grecia.
Se
matriculó en la universidad para estudiar Derecho, pero la mayoría de su tiempo
lo pasaba en las salas de cine, entre clásicos policiales y musicales
americanos, especialmente de Vincente Minnelli y Stanley Donen.
Luego en
París, dizque estudiando letras en la Sorbona, se vincula a la secta que creció
en la Cinemateca de Henri Langlois. Allí descubriría las imágenes que le
servirán de fundamento a su cine, verbigracia, los planos-secuencia y los fuera
de campo de Kenji Mizoguchi.
Para los
que llevan anotaciones: un filme americano tiene, en promedio, 2,000 planos. Un
filme de Angelopoulos nunca sobrepasa los 100 planos.
Arranco con
El
viaje de los comediantes (1975), una de las piezas de su “trilogía
histórica”. El director se adentra en el mundo de una compañía de teatro ambulante
quienes, al recorrer toda Grecia, se convierten en testigos excepcionales de
todos los cambios políticos que su país experimenta: la invasión nazi de 1941,
la lucha de la resistencia, la liberación en 1944, los enfrentamientos entre
los partisanos comunistas y los soldados ingleses que apoyaban la restauración
de la monarquía, la guerra civil y un largo etcétera.
Puestos frente
al pelotón de fusilamiento varias veces, por el solo hecho de ser artistas,
siempre serán los sospechosos habituales que no se doblegan al poder.
Angelopoulos
construye una monumental obra de casi 4 horas que se pasea por el escenario de
la Grecia de 1939 a 1952 y su tragedia eterna: un pueblo desunido. La película
ganó el Premio Fipresci en Cannes, mejor película del año del Instituto
Británico del Cine, Premio Fipresci como una de las mejores películas en la
historia del cine, el Grand Prix of the Arts en Japón y el Golden Age Award en
Bruselas.
A esa
compañía de teatro la condenará a viajar sin rumbo por algunos de sus filmes,
por ejemplo, Pasaje en la niebla (1988).
Aparece en
escena (es un decir) el brillante guionista Tonino Guerra para dar paso a su “trilogía
del silencio”: Viaje a Citera (1983), El apicultor (1986) y Paisaje
en la niebla, que protagonizan unos seres expulsados y empujados por la
historia hacia un viaje iniciático, donde la simbólica búsqueda del padre marca
sus destinos.
Voula y Alexandros
son los pequeños hermanos que se escapan de su hogar para salir en la búsqueda
de su padre, a quien solo conocen en sueños, y que vive en Alemania. En
realidad, todo ha sido un cuento de la madre para no admitir que son hijos del
azar. Otra historia para dormir curiosidades y alimentar princesas. La realidad
es otra cosa y, a pesar de que aparece de vez en cuando la solidaridad, la
maldad arranca los vestigios de inocencia de quienes persiguen sus sueños. Por Paisaje
en la niebla, su director ganó el León de Oro en Venecia y el Premio
Hugo de Oro. El filme también ganó el Premio Félix a la mejor película europea.
Y lo mejor:
dio inicio a una cadena de colaboraciones con Tonino Guerra, que se extendió
por 6 películas más. Sobre Tonino: “Es un viejo campesino muy listo y muy
sabio, que tiene la sabiduría de la tierra. Conoce bien lo justo y lo injusto.
Es un hombre con quien sientes la necesidad de confesarte”. Probablemente es la
mejor definición que he escuchado de lo que es ser guionista.
Su “díptico
de los Balcanes” está conformado por: El paso suspendido de la cigüeña (1991)
y La
mirada de Ulises (1995).
La
desgarradora mirada de un periodista es la perspectiva desde la que aborda los
anegados paisajes limítrofes con Grecia: Bosnia, Sarajevo, Macedonia, Albania,
poblados de fantasmas en éxodo perpetuo de la guerra, de la sinrazón, de la
locura de los Balcanes.
Estos
refugiados, expatriados, víctimas de la espera de un mejor mañana, se
convierten en la mejor demostración de la maldición de las fronteras, esa
maligna invención de los poderosos para repartirse el planeta.
En la “sala
de espera”, un barrio en el norte de Grecia, en la frontera con Albania,
refugiados kurdos, turcos, albaneses, polacos, rumanos e iraníes esperan un
permiso que les permita ingresar formalmente al país, mientras se agotan sus
posibilidades.
En La
mirada de Ulises, un cineasta griego regresa a su ciudad natal para emprender
un viaje en busca de 3 bobinas de películas de los hermanos Miltos y Yannakis
Manakis, los pioneros del cine griego. En las fachadas de los edificios se
proyecta Paisaje en la niebla (autoreferencia del director) que sirve
para evocar el desconcierto de volver a los lugares donde fuimos felices, para
descubrir que nada queda de ellos y que todo ha cambiado: hemos perdido la
cordura en guerras sin sentido.
El filme
es una libre adaptación de La Odisea, de Homero, con giros
extraordinarios como el hecho de que Penélope, Cirse, Calipso y Nausícaa están representadas por la misma actriz, Maïa
Morgenstein.
Con La mirada de Ulises obtuvo el Gran Premio del Jurado y el
Premio Fipresci en Cannes, el Nastro d’Argento de la crítica italiana al mejor director extranjero
y el Premio Sant Jordi a la mejor película extranjera.
La eternidad y un día (1998) cuenta la historia de Alexander, un poeta quien, a pocas horas
de su muerte, se encuentra con un niño albanés que le ofrece, por primera vez
en su vida, la oportunidad de comprometerse con el otro y expresarle su afecto.
Para el
realizador que mejor ha expuesto en el cine los costos emocionales y personales
de los viajes, no deja de ser una maravillosa vuelta de tuerca discursiva esta
profunda reflexión sobre los errores de vivir exiliado de uno mismo, acaso
perfecto producto terminado de esta jungla de espejos.
Realizada
con notable pulso de maestro, el filme sobresale por una puesta en escena
prácticamente perfecta que ha sido aplaudida por los públicos de todo el mundo.
Por eso a nadie sorprendió que Angelopoulos recibiera la Palma de Oro del
Festival de Cannes, así como el Premio del Jurado Ecuménico.
En 1919,
debido a la invasión del Ejército Rojo a Odessa, algunos griegos se ven
obligados a regresar a Salónica y levantar un pueblo junto al río. Al frente de
todos, destaca Eleni, una niña huérfana de 3 años. Ella busca la manita del
niño de su nueva familia, Alexis. Ahí nace su amor eterno. Ahí nace la tragedia
que les perseguirá toda su vida. Y siempre la guerra separando al hombre de su
familia, separando al hombre de su razón de ser.
Eleni (2004)
establece una mirada visionaria, una suma poética del siglo XX, sin dejar de
evocar a la Helena del mito que reivindica al amor absoluto. El filme recibió el
Premio Fipresci a la mejor película del año en los Premios de la Academia del
Cine Europeo.
El 24 de
enero de 2012, Theo Angelopoulos fue arrollado por una motocicleta en una
avenida de Atenas, mientras buscaba locaciones para su nuevo filme. La prensa
(como siempre) no aclara casi nada sobre el suceso y muchos aseguran que, en
realidad, el cineasta dio inicio a otro de sus fabulosos planos-secuencia, uno en
que como regla fundamental están presentes el viaje, la memoria y el olvido.
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