La
cineasta francesa Agnès Varda, una de las pocas figuras femeninas de la Nouvelle Vague y galardonada con el
Oscar honorífico en 2017, falleció este 29 de marzo a los 90 años.
Nacida
en Bélgica, aunque de nacionalidad francesa, era uno de los rostros más
conocidos del cine francés, autora de películas como Cléo de 5 à 7, L'une
chante o l'autre pas.
Pese a su edad avanzada, Varda habrá exhibido hasta el
último día una energía desbordante. En febrero, la directora visitó en el Festival de Berlín, donde recibió
un premio honorífico y presentó el que será su testamento cinematográfico, Varda
par Agnès, un documental en forma de masterclass humilde,
la directora prefería llamarlas causeries (charlas informales),
en el que pasaba revista a sus películas y resolvía los equívocos sobre su
obra. Varda sentaba cátedra sin levantar la voz, demostrando otras
maneras de ser un autor o incluso un genio. En los últimos años, ya había recibido otros homenajes, como la Palma de
Honor del Festival de Cannes en 2015, el Donostia de San Sebastián en 2017 o el
Oscar a toda su trayectoria en 2017.
La directora nació en 1928 en Ixelles, en las afueras de
Bruselas, hija de un padre griego y una madre francesa. Durante la Segunda
Guerra Mundial, la familia se refugió en Sète, en el sur de Francia, donde la
joven Varda ya demostró interés por el arte, la fotografía y la literatura. Su amistad
con Jean Vilar, oriundo de esa ciudad pesquera y gran renovador del teatro
francés, provocó que fuera contratada como fotógrafa oficial del Festival de
Aviñón y del Teatro Nacional Popular, que aspiraban a acercar el arte a la
clase trabajadora con obras donde la calidad y la accesibilidad no estuvieran
reñidas. Varda solía decir que esa experiencia resultó fundamental a la hora de
definir su registro como cineasta.
Su primera película fue La Pointe Courte (1954), rodada en escenarios naturales
de Sète, de forma artesana y con un presupuesto ínfimo. Esa cinta modesta, que alternaba relatos
locales con el diálogo de una pareja en crisis, prefiguró la Nouvelle Vague, al ser filmada cinco
años antes que Los
cuatrocientos golpes o Sin aliento,
mientras Truffaut y Godard todavía se dedicaban a la crítica de cine. Con
esa película “libre y pura”, como la definió André Bazin, la joven directora
aspiraba a adaptar al cine “las revoluciones literarias” de Brecht o de
Faulkner, fracturando el relato clásico y persiguiendo un tono “objetivo y
subjetivo” que dejaba al espectador “la libertad de juzgar y participar”.
Su
película más exitosa y conocida, Cléo de 5 à 7 (1962), fue un paso
más allá en esa misma dirección. Narraba en tiempo real la tensa espera
de una cantante que aguarda el resultado de la prueba médica que le comunicará
si tiene cáncer, un perturbador presagio de la enfermedad que ha acabado con la
vida de su responsable.
La lucha feminista y el interés por los asuntos sociales
constituyeron otra línea directriz de su filmografía. Lo demostró en películas como Una canta, la otra no (1977), crónica de la emancipación de
las mujeres en los setenta; sus documentales sobre los Panteras Negras o sobre
el muralismo en Los Ángeles, donde vivió junto a su marido, el director Jacques
Demy; o Sin techo ni ley (1985),
una vibrante semblanza de una joven sin hogar con la que conquistó el León de
Oro en Venecia. Más adelante, Varda se interesó también por el combate
ecologista en Los espigadores y
la espigadora (2000), crítica al consumismo desaforado de nuestro
tiempo con la que defendió el reciclaje y la frugalidad como posible salvación.
En Las playas de Agnès (2008),
analizó su trayectoria en paralelo a su biografía, demostrando que el cine y el
vida eran, para ella, una misma entidad. No por casualidad, su productora,
Ciné-Tamaris, regentada por su hija Rosalie, estaba instalada en el mismo
callejón que su casa. Allí fue donde acogió, en plenos cincuenta, a Bienvenida,
una emigrante española que llegó “con un fardo a cuestas, sin marido y con un
bebé”. Le enseñó a revelar y ampliar negativos. Durante años fue su técnica de
laboratorio oficial. A cambio, ella le enseñó a hablar castellano.
Su penúltimo proyecto fue Caras y lugares (2017), radiografía de la Francia
profunda y nuevo testimonio de su amor al prójimo, que codirigió con el fotógrafo
JR, uno de esos jóvenes que solían rodear a esta mujer eternamente moderna. En
cualquier inauguración parisina no costaba reconocerla entre la multitud, pese
a su escasa estatura, gracias a su inimitable corte de pelo, un tocado bicolor
tan original como todo lo que hacía. Y a una sonrisa indeleble que, muchas
veces, resultaba de un exotismo radical en el país que Varda escogió como
patria. Aunque ese carácter afable no impedía que fuera implacable y
autoritaria en sus rodajes, como demuestran algunas imágenes de archivo. En un
momento conmovedor de su última película, la directora pide disculpas a una de
sus actrices, Sandrine Bonnaire, por haberla tratado con injusta aspereza
treinta años atrás.
Varda fue una personalidad solar, aunque también tuvo sus
eclipses. En 2005, su instalación Las
viudas de Noirmoutier reflejaba las vidas de mujeres de marineros
que hablaban de la soledad y del luto. “Nadie quiere escuchar a las viudas, son
una categoría social incómoda”, decía esta directora que siempre estuvo “del
lado de los marginados y los forajidos”. En los últimos segundos de metraje,
Varda se sentaba frente a la cámara y lloraba desconsolada, destapando sin
pudor lo que se escondía detrás de ese disfraz colorista que se hizo a medida.
Era una imagen terrible e imborrable, que ni siquiera su muerte conseguirá
llevarse.
Feminista convencida, se sintió
particularmente orgullosa de ser la primera directora en recibir el Oscar
honorífico de Hollywood.
“Fue una
gran directora, una gran autora (...), una mujer que no hizo más que cosas
positivas (...) Se ha ido una gran dama del cine. Es una pérdida importante para el cine francés”,
reaccionó el director Claude Lelouch al conocer su muerte.
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