Para comenzar, una pertinente aclaración que ha hecho Darren Aronofsky, director de El cisne negro, ante el reclamo que hizo público la doble de Natalie Portman: “Hay 139 tomas de ballet en el filme. 111 de ellas son de Natalie Portman sin ningún tipo de retoque.”. Punto y aparte.
Hace unos años, trece para ser exactos, Darren Aronofsky sorprendió al mundo del cine con Pi, una joya sobre un matemático paranoico en la búsqueda de un número clave que descodificar los misterios de la naturaleza.
Lo que encontramos fue mucha paranoia, que luego descubrimos es una de las constantes en los personajes de Aronofsky, presente, en dosis letales, en El cisne negro.
Hace unos años, diecisiete para ser exactos, Natalie Portman se convertía en el objeto de las fantasías sexuales con su participación en El profesional. Esas fantasías seguían vigentes cuando hizo Closer, en la que compartió protagonismo con Julia Roberts, a quien está llamada a suceder como “la novia de América”.
Portman exuda una sensualidad a flor de piel que renueva nuestras fantasías (explotada en la reciente Amigos con beneficios) y ejercita una sonrisa que desarma al más salvaje varón. Pero, ojo, también sabe actuar y lo ha demostrado con creces en El cisne negro, por la que no sólo ha ganado el Oscar, sino también el Bafta, el Globo de oro, el Premio SAG y de más de una docena de las asociaciones de críticos de Estados Unidos.
Aronofsky explora los oscuros abismos de la paranoia en filmes como Réquiem por un sueño (2000) y El luchador (2008). Con la última, El cisne negro comparte el tema de la angustiosa búsqueda de la perfección profesional que nos lleva a la auto-destrucción personal.
Aunque no fue la idea original, el competitivo mundo del ballet se le hizo ideal para plasmar en escena todo el sacrificio personal que conlleva bailar El lago de los cisnes. Pero también la pérdida de la cordura cuando vemos en cada persona un rival o en cada evento un obstáculo para que alcancemos la perfección. Portman actúa de manera impresionante este estado paranoico y, aunque no suma a su calidad como actriz, gana puntos cuando nos enteramos de que pagó de su bolsillo el entrenamiento por un año que le permitió danzar en las escenas que era necesaria su presencia.
Aronofsky vuelve con sus piruetas técnicas habituales en que deforma la realidad para presentarnos la perspectiva de sus personajes, y ya no basta el “ver para creer” en este juego de espejos que cuestionan todo lo que vemos, porque antes debemos preguntarnos desde cuál óptica estamos siendo testigos de la vida y de la muerte.
Aronofsky seduce a la audiencia, nos seduce, como la Odile-cisne negro al Príncipe del cuento, y nos atrapa sin remedio en su laberinto hipnótico, peligroso, inexpugnable.
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