Latinoamérica
inauguró el siglo XXI con una joya cinematográfica incuestionable: Amores
perros, ópera prima del mexicano Alejandro G. Iñárritu, con guion de Guillermo
Arriaga y ganadora de un alud de premios internacionales. Pocos sabíamos en ese
entonces que conformaba parte de la “trilogía de la muerte”, que se completaría
con 21
gramos (2003) y Babel (2005).
Este
filme mostró las potencialidades narrativas del cine de nuestro continente,
sustentado en un guion excelente, que plantea la historia de forma coral, es
decir, de eventos narrativos simultáneos que se alternan en su intención,
perfectamente lograda, de atraparnos en el drama. Una estructura, por cierto,
que se ha visto replicada en otras latitudes. Una estructura que formula
personajes tan ricos en su concepción, que pueden prestarse a múltiples
lecturas.
En Amores
perros, por ejemplo, es notable la significación que tiene la ausencia
de figuras paternas representativas en cada una de las tres historias que conforman
su cuerpo narrativo. Y el peso insoportable de una frase: “Si quieres hacer reír
a Dios, cuéntale tus planes”, una suerte de maldición bíblica para nuestros
personajes que gravita de forma inexpugnable en sus vidas.
Por
supuesto, el título impone la presencia de un perro en cada una de las historias:
el Cofi en la primera, Richie en la segunda y el Cofi, que pasa a ser un
perro-sin-nombre (emulando al vaquero de Eastwood), en la tercera, aunque
termina siendo bautizado como “Negro”, en obvia alusión al apodo que usan los
amigos de Iñárritu.
Y, por
encima de todos, una ciudad: México DF, que impone su velocidad, su
hacinamiento, su violencia, su ley del más fuerte, desde las texturas de sus
fachadas y callejones.
Es interesante
acotar que nuestros personajes siguen una suerte de simetría aristotélica en su
arco dramático: primero la etapa de desobediencia o inobservancia de la ley, a
la que sigue la del castigo y, finalmente, la de la purificación o redención,
lo que acentúa una lectura bíblica del filme.
Los amores de Octavio y Susana: el padre putativo.
Octavio
está perdidamente enamorado de Susana, la mujer de su hermano.
Susana
todavía cursa estudios de bachillerato. A pesar de sobrellevar apenas la
responsabilidad de ser madre, a pesar de los maltratos físicos y verbales de su
marido, a pesar de las carencias materiales y afectivas, se aferra a esa
relación como lo único que tiene de valioso en su vida. No sabemos nada de su
padre y su madre es una alcohólica sin remedio.
El
adolescente Octavio (un excelente Gael García Bernal) asume su papel de padre
putativo y hasta pañales le compra a su sobrino, en la diaria tarea de
conquistar el corazón de Susana y convencerla de fugarse juntos a Ciudad Juárez
(¡que escogencia, compadre!) para vivir felices y comer perdices.
Pero su
historia no es, ni puede ser un cuento de hadas: en su ciega ignorancia,
Octavio irrespeta una ley moral y debe ser castigado. Por supuesto, primero
pasa por una etapa de bonanza económica (producto del dinero que gana con Cofi
en las peleas ilegales) que le permite sentirse poderoso e ilusionarse con la
posibilidad de concretar sus sueños. En un simple abrir y cerrar de ojos, un
accidente de tránsito altera su suerte por completo.
Los amores de Daniel y Valeria: el padre ausente.
Daniel
es director de una importante revista, está casado y tiene dos niñas. Pero está
enamorado de Valeria, una modelo española, con las piernas largas para jugar al
pecado.
Valeria
representa su escape a la cotidianidad del matrimonio, su renuncia a ser padre
y estar ahí para su familia. Daniel se sumerge, cada vez más hondo, en un mundo
donde nada es lo que aparenta y donde todo vale su peso en oro (o en pesos). Un
mundo donde ningún favor es gratuito y todos miden su éxito por la aparición en
alguna portada de compromiso, una valla publicitaria gigantesca o la
participación en la telebasura de consumo masivo.
Daniel
viola una regla moral y debe ser castigado. Daniel purga su pecado con la
desdicha de ver amputada su visión del paraíso terrenal y las perdices, de ver
a su fantasía erótica reducida a una mujer común y corriente, empotrada en una
silla de ruedas, que se crispa con cualquier llamada telefónica equivocada,
como lo haría cualquier esposa sospechosa; y que se aferra a su perro, Richie,
como único objeto de afecto correspondido.
Los amores de El Chivo y Marú: el padre omnipresente.
El Chivo
es un idealista que quiere cambiar el mundo, hacer del mundo un mejor lugar
para todos y Marú, su hija, a la que irónicamente debe abandonar para irse a la
guerrilla. Representa el compromiso político con una ideología que se quedó
rezagada en el tiempo, olvidada por todos, vencida por los capitales, enterrada
en la memoria colectiva de los mártires.
El Chivo
es culpable de romper reglas de cívica convivencia y está condenado a vivir en
su cueva, como una bestia discriminada, rodeado de perros callejeros. Una escoria
reducida a sicario de algún policía corrupto que se vanagloria de su carrera al
servicio del mejor postor.
Pero, de
alguna manera, su corazón le sigue reclamando resucitar para su hija, regresar
del mundo de los muertos en que ha vivido muchos años. Años de afecto que el
dinero no podrá compensar, porque hay ausencias tan invencibles como la
soledad.
Amores perros son tres historias de amor imposible, no correspondido, no consumido de
manera plena y satisfactoria. Pero también una lección de brillante narración
cinematográfica de Alejandro G. Iñárritu, uno de los grandes nombres del cine
latinoamericano.
Amores
perros (2000). Dirección: Alejandro G. Iñárritu; Guión: Guillermo Arriaga; Fotografía:
Rodrigo Prieto; Música: Gustavo Santaolalla; Edición: Luis Carballar, Alejandro
G. Iñárritu y Fernando Pérez Unda; Elenco: Gael García Bernal, Emilio
Echevarría, Goya Toledo, Vanessa Bauche, Adriana Barraza.