(La verdad es que yo no estaba en esta vaina. Pero, mientras
impartíamos el curso de “Estética del Cine”, Eriberto Cruz, uno de mis
cinéfilos-cómplices, se me apareció con un regalo “sorpresa”: el magnífico
documental Carl Th. Dreyer: mi oficio
(1995, Torben Skjødt Jensen), acompañado además de 3 grandes clásicos del
Maestro Danés: Día de ira
(1943), La palabra (1954) y Gertrud (1965). Para completar el
cuadro, busqué La pasión de Juana de
Arco (1928), regalo de Teddy Ureña, otro cinéfilo-cómplice, y me puse
para Dreyer: uno de los grandes Maestros del cine de todos los tiempos.)
Lo primero que hice fue buscar entre mis apuntes una
frase de Dreyer que usaba como punta de lanza hace muchos años, cuando todavía
se hablaba de Cine: “La esencia más íntima del cine es una necesidad de verdad.”
Un carajo que se expresa en esos términos posee un universo digno de conocer,
aún con las limitaciones que nos impone la vida moderna.
Lo segundo que hice fue ver el documental de Torben Skjødt
Jensen para permitirme contextualizar los filmes de Dreyer con su época, algo esencial
cuando se quiere apreciar la dimensión de los aportes de un realizador que,
además, se permitía reflexionar sobre su oficio.
Lo tercero que hice fue volver a ver La pasión de Juana de Arco,
considerada entre las 10 mejores películas del Cine en el más reciente sondeo
de Sight & Sound. Un filme
rodado prácticamente sólo en primeros planos que sigue siendo un excelente
referente en las clases de edición cinematográfica en las principales
universidades del mundo.
Como si hiciera falta sumar dramatismo, la primera copia
del filme se quemó en un accidente y el propio Dreyer hizo una
segunda versión con las tomas alternas que, mutilado en varios países, fue el
que se pudo ver durante muchos años. Pero, en 1981, un increíble hallazgo se
encontró en un manicomio noruego: una copia en perfecto estado del filme original.
Protagonizaba Reneé Falconetti, una cantante y actriz
francesa con la que Dreyer se encontró casi por casualidad del destino. Su
actuación como Juana de Arco se considera como una de las grandes interpretaciones
en la historia del cine. Y pensar que consiguió el papel porque fue la única
que aceptó las condiciones del director: cero maquillaje y había que afeitarle
la cabeza en una escena. Se hizo famosa en todo el mundo, pero nunca más hizo
una película. Se suicidó tiempo después en Buenos Aires, a los 54 años.
En su libro de apuntes sobre el Cine, Dreyer expresa: “No
hay nada en el mundo que pueda compararse con un rostro humano. Es una tierra
que uno no se cansa jamás de explorar, un paisaje (ya sea árido o apacible) de
una belleza única. No hay experiencia mas noble, en un estudio, que la de
constatar cómo la expresión de un rostro sensible, bajo la fuerza misteriosa de
la inspiración, se anima desde el interior y se transforma en poesía.” Todos
los primeros planos de La pasión de
Juana de Arco son el mejor ejemplo para la frase.
Vuelvo a citar a Dreyer: “Un director debería reflejar en
sus películas sus sentimientos y estados de ánimo y lograr que despertar los
sentimientos y estados de ánimo del espectador”, a propósito de Día de ira, una formidable denuncia
a los bestiales métodos usados en Europa para castigar la brujería, o sea,
quemar a las brujas en una hoguera. Ya en esta película Dreyer dejaba
establecido como parte de su estilo los planos secuencias y las cuidadísimas
composiciones en su puesta en escena. Además, cuentan las malas lenguas que en
el ejercicio de su tiranía en el set de filmación, era capaz de crueldades increíbles
para sacar el mayor provecho de sus actores.
Otra de sus frases, “La reproducción de la realidad en la
pantalla debe ser verdadera, pero purificada de elementos que carezcan de
interés (... ). El director no debe privilegiar las cosas de la realidad sino
el espíritu que está dentro y detrás de esas cosas (... ). La realidad debe
transmutarse en una forma simplificada o abreviada y, bajo un aspecto
purificado, resurgir en una especie de realismo psicológico intemporal” me
parece muy apropiada aplicarla a su filme La palabra, por la que ganó el León de Oro en Venecia.
Una historia de amor imposible entre dos familias del campo danés separadas por
distintas formas de acercarse a Dios. Una especie de Romeo y Julieta pero con
mucho existencialismo filosófico de condimento. Y muchos planos secuencia para
darle seguimiento a los padecimientos de un teólogo que enloquece de tanto leer
a Kierkegaard y termina creyéndose el Mesías. Como suele pasar en estos casos,
es mucho más lo que se dice a partir de las intertextualidades que lo que se
expresa en palabras.
Lo último que hice fue ver Gertrud, para muchos su gran Obra Maestra. Para la que me
parece justo elegir otra de sus frases emblemáticas: “Lo que busco en mis
películas, lo que quiero obtener, es penetrar hasta en los pensamientos más
profundos de mis actores, a través de sus experiencias más sutiles. Porque esas
expresiones develan el carácter del personaje, sus sentimientos inconscientes,
los secretos que reposan en las profundidades de su alma”. Gertrud es la historia de un amor,
que como sentimiento permanece fiel en el corazón del personaje por encima de
todo, en una actitud que parecería ridícula a las actuales generaciones, las
mismas de “relaciones prescindibles”. Por si fuera poco, contiene una de esas frases para
seminarios: “El amor de una mujer y el trabajo de un hombre son enemigos
mortales.”
Un cine hecho con la cabeza para disfrutarse en absoluta
paz y con un ritmo pausado que para muchos resultará prohibido, Carl Theodor Dreyer
es uno de los grandes realizadores y pensadores del Cine: “El director debe
sentirse con la libertad de transformar la realidad con el fin de que ésta se
identifique con la simplicidad de la imagen que él ha visto en su espíritu, ya
que no es el sentido estético el que debe doblegarse a la realidad: la realidad
debe obedecer a su sentido estético.”